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andres montes

Contra la patria

Lo que la bandera oculta

Cuando alguien decide que llevar el himno como sintonía del móvil es la más expresiva declaración de fervor nacional está arrastrando a la patria por todo el sinfín de motivos vulgares y cotidianos que pueden provocar que nos suene el teléfono. El himno sirve de preámbulo tanto para la conversación más insustancial como para una solemne ceremonia con testas coronadas. Esa igualación es otra prueba de que hay amores que matan.

La omnipresencia arruina el símbolo, cualquiera que sea. Conviene administrar el uso de todos esos signos en los que tan elevados sentimientos se depositan con arreglo a los protocolos y convenciones que hacen de ellos algo excepcional, no el aviso de que nos esperan para comer.

La saturación simbólica acaba por denigrar aquello que pretende exaltar. Eso sirve también para las banderas y sus dimensiones. Hay quien en cualquier elemento enhiesto ve un mástil en el que magnificar un atributo, lo que no deja de resultar peligroso para las cabezas de los demás. El afán de engrandecer el símbolo deriva en deformación por abuso de tamaño, una forma de alcanzar lo grotesco, como bien sabe cualquier caricaturista. El fervor patrio que hay tras ese embanderamiento muta en algo, por esperpéntico, muy antipatriótico, una ardiente exaltación que termina por quemar la bandera.

Tenemos constancia en otros ámbitos de cómo los acérrimos defensores de algo se convierten en sus peores enemigos. La penúltima regresión económica reveló que los más peligrosos antisistema anidaban en Wall Street, el corazón de la maquinaria.

Al final, toda enormidad oculta algo. Distráiganse con el ondeo bicolor de la plaza de la Escandalera, pero no miren al horizonte estrecho que trazan esas inversiones municipales concebidas a ras de suelo por el jefe de mantenimiento. Demasiada bandera para un mundo tan pequeño.

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