La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

"Todavía se pueden aprovechar los recursos propios"

Andrea ha vuelto. Vilarín es el pueblo de su infancia, se marchó a trabajar y a estudiar, pero está de regreso en casa, en concreto en la única casa que queda habitada en la aldea castropolense, al abrigo de la sierra de La Bobia. Vive de las colmenas y los arándanos y trabaja a media jornada en el Ayuntamiento de Vegadeo.

Asturias cuenta 755 pueblos abandonados y 1.140 entidades de población como éstas, que aún no han perdido la vida, pero resisten a duras penas al borde del precipicio, con menos de cinco vecinos. La geografía de lo peor del vaciado del campo asturiano cuenta diecisiete concejos con densidades de menos de diez personas por kilómetro cuadrado y agrupa la veintena de los más vacíos en torno a tres grandes manchas en proceso de alarmante desertización, por orden de intensidad decreciente hay una en el Occidente más pegado a la cuenca del Navia, otra en el oriente interior y una tercera en el centro-oeste de los valles del Trubia y la comarca del Camín Real de La Mesa? Apenas superan los seis habitantes por kilómetro cuadrado; la Siberia ártica tiene 3,5 y los geógrafos sitúan la linde del desierto demográfico en diez. En la parroquia de Lago, por donde Allande desciende el puerto del Palo hacia Grandas de Salime, el censo da 18 habitantes, que son una densidad de 0,53 habitantes por kilómetro cuadrado? Las cifras globales de Asturias disimulan el problema con su volumen cercano a cien vecinos por kilómetro cuadrado, pero el descenso al detalle no engaña.

No sólo jubilados

Al aproximar la lupa al páramo se ven jubilados y personas mayores, pero no sólo. En esta parte alta del concejo de Castropol que casi limita con Boal y los Oscos, Andrea todavía no ha cumplido los cincuenta. Vive en la casa de su familia, y está de vuelta. Ha anochecido y sólo hay luz en la vivienda que comparte con su esposo. No hacía falta, pero un azulejo de la fachada dice "casa de Andrea". De las siete del pueblo, ella ya sólo conoció habitadas cuatro, porque "la despoblación no es de ahora, ya empezó hace mucho tiempo", y aquí las pruebas se ven. En un recodo del camino que baja a Vegadeo emerge el esqueleto inconfundible de lo que un día fue una escuela, pero ésta ya no fue la suya. "La cerraron con trece niños" en 1975 -hoy habría seguido abierta hasta que quedasen menos de cuatro- y ella, que empezó a clase en 1977, ya tuvo que estudiar interna en la Escuela Hogar de Castropol. Entre ese principio y el presente continuo de hoy hay una licenciatura en Derecho, unos cuantos empleos, una caída al paro con la crisis en 2010 y una decisión. Volver a casa, al pueblo de toda la infancia, a atender 125 colmenas y media hectárea de arándanos, combinados con media jornada de trabajo en el Ayuntamiento de Vegadeo.

Vaya por delante que sí, que poder sí se puede, pero que ella no se siente un ejemplo. Si acaso, una prueba de que "se pueden aprovechar los recursos propios" sin seguir la senda más utilizada por casi todos sus vecinos para marcharse primero hacia la villa más cercana, luego sin mirar atrás hasta la gran ciudad. En su trayecto inverso por el menos transitado camino de vuelta ha identificado la raíz del problema en una "filosofía", "una mentalidad muy urbana" que lo gobierna todo y oculta el campo a los ojos de una administración que se arriesga a dejar por el camino la inmensa mayoría de su territorio. Es esa concepción del mundo según gran ciudad la que dirige la siguiente pregunta. "¿Se siente sola?". "Siempre nos sale preguntar si se siente solo al que sigue en el pueblo", responde, "pero no al que vive en la ciudad, rodeado de gente que a lo mejor ni conoce". Y para resistir aquí lo mejor es despojarse de todo eso. No se puede vivir aquí con la mentalidad y las comodidades de la gran ciudad.

Después de desandar el camino hasta el punto de partida, ella puede proclamar que queriendo se puede, aunque es más fácil andar si se tiene hacia dónde -un sitio al que volver- y se sabe qué hacer, si se tiene una actividad, una idea, por ejemplo las abejas que también tuvo su padre, que nunca se han ido del fondo de la memoria y que ahora utiliza ella para seguir pegada al territorio.

Mientras ellas den miel y fruto los arándanos, Andrea seguirá adaptada a su hábitat y a la paz que comparten su marido y tres perros, dos gatos, dos yeguas. Cuando no hay bruma, Vilarín tiene vistas al mar; el invierno cuesta, pero "cada vez hay menos invierno...". Como nadie puede ocultar que "las aldeas altas están abocadas a la despoblación", Andrea tampoco se atreve con muchas certezas sobre el medio y el largo plazo. La marea es muy potente y "yo no me veo con 70 años aquí", pero la certeza de que cuando se vaya ella se muere su pueblo no se lleva mal: "Tenemos que ser responsables de lo que hacemos en la vida y conscientes de que nuestros proyectos son nuestros. Hay que respetar que cada uno tenga su proyecto vital. Es la vida misma". El suyo es un camino que al menos se puede explorar, pero sin facilidades, llegado el despoblamiento hasta este punto, "si quieren dar vida a los pueblos tendrían que empezar a pensar en la renta básica".

¿4G? Agua

En Allande, el paisaje del puerto del Palo no sólo es un desierto pelado a la vista. En el paisaje lunar, en el silencio abrumador de kilómetros y kilómetros de carretera de montaña sin un pueblo se agradece el tiempo agradable y el viento en calma. Abajo, entre el alto del Palo y el de la Marta, enclaustrado en el valle por donde corre el río Pumarín de camino hacia el embalse de Salime, Puentenueva resiste con todas las casas en pie, pero sólo dos habitadas. Mario Suárez, que vive aquí por la compañía de su madre, María del Pilar, y la miel de sus abejas, va señalando los pocos pueblos que se ven a lo lejos, llegando a la dolorosa conclusión de que cada familia de las que quedan tiene una aldea para ella sola. Allí El Caleyo, más allá Bustel? Dice el censo que en esta parroquia de Santa Coloma tocan a 1,27 habitantes por kilómetro cuadrado. Mario, 51 años, tiene esposa y una hija recién nacida que viven en Pola de Allande, "porque allí tienen de todo, del Ayuntamiento a los bancos", y porque desde aquí hay 23 kilómetros que parecen muchos más, pero él está de vuelta en el paisaje de la infancia. Vaya por delante que esto "siempre me gustó", que "me crié aquí", pero este fue su refugio después de diez años en Gijón que terminaron abruptamente en el paro directamente desde el astillero Juliana. Se fue a la gran ciudad con la "mosca de las abejas detrás de la oreja" y ahora tiene 850 colmenas registradas. Vende miel a granel, vive del campo.

El caserío de Puentenueva, encajado en el fondo del valle, no tiene demasiado cuerpo, pero las casas, los hórreos y la pequeña ermita lucen la piedra y la pizarra en buen estado, aunque sólo su vivienda y otra más sobrevivan habitadas de continuo. Cuesta imaginar que "en vida de mis abuelos" hubiera siete u ocho personas en cada una. La conciencia plena de que son "los últimos" hace cierta por adelantado la sentencia amarga de Pilar -"acabose Puentenueva"-, y eso desconsuela, pero no les hace sentirse distintos. Mario se aprestará a responder que no. "No somos héroes", como mucho un ejemplo de que "si se pone empeño y ganas sí se puede", o de que en lo más despoblado del campo asturiano queda algo más que personas mayores esperando el final, pero también de que no habría podido si hubiese tenido que empezar desde cero. Él cuenta su camino de regreso a casa, incluso teniendo tierra y un lugar de destino, como una yincana de trabas y obstáculos burocráticos, se ha acostumbrado a escuchar a "ganaderos enrabietados porque los montes están llenos de lobos y los daños llegan tarde y mal, cuando llegan". Sin atisbar un solo gesto que permita concluir lo contrario, él sospecha que ahí fuera "están en contra de la poca gente que vive en el campo", y su madre vota a favor: "Ye lo que quieren, que acaben los pueblos". Se oye lo que no dicen, que cuesta mucho mantener los servicios para tan pocos, pero ellos siguen dispuestos a sostener su parte del campo contra la marea invisible que ha empujado a sus vecinos hacia la gran ciudad. "Se acostumbra uno a la soledad", acaba Mario. "Yo no tengo tiempo a aburrirme".

Por cierto, que aquí el 4G es una coordenada vacía. ¿4G? Agua. Difícil venir aquí en plan romántico a trabajar telemáticamente en el campo. Difícil, muy difícil. Casi imposible, porque la falta de cobertura tiene muchas acepciones a este lado del desierto y no se refiere sólo a la de los móviles, que también. Los manifestantes de Teruel llevaron el domingo a la manifestación de la "España vaciada" por las calles de Madrid una pancarta que decía "Hemos venido a coger cobertura". Pues eso.

Aquella mina de oro

Enriscado arriba, a cerca de mil metros, en un tramo llano de la carretera que baja del alto del Palo, Montefurado tiene un topónimo que remite a la minería aurífera que horadó este lugar que hoy es de Allande durante la dominación romana, pero hace muchos siglos que esto ya no es una mina. Sus tres casas y su ermita de Santiago interrumpen un pinar que a su vez interrumpe muy brevemente el paisaje sin vegetación que lo rodea y sólo en una queda gente. José Magadán, 73 años, soltero, de pocas palabras, se sabe también el último de su pueblo. Tuvo vacas y caballos y nueve hermanos de los que viven cinco, pero en casa queda sólo él. "Nací aquí", dice por toda explicación, como si nunca hubiera habido otra opción. "Murió mi padre, luego mi madre y quedé aquí". Con nueve hijos en su casa y otras familias numerosas en las otras dos, conoció la superpoblación de Montefurado y espera estar aquí cuando lastimosamente todo termine, constatando sin más que "cuando yo me muera no queda aquí nadie".

Eso sí, "no me aburro", ni él ni su mastín -"Tobi"- echan aparentemente nada de menos. "Compro en Pola (dieciséis kilómetros, media hora), tengo el médico en Berducedo (ocho kilómetros, quince minutos) y el hospital en Cangas del Narcea (36 kilómetros, tres cuartos de hora)". Su casa está pegada a la carretera que empieza a bajar el puerto del Palo, donde Montefurado es la aldea más elevada del concejo de Allande (916 metros) y pertenece a la parroquia menos densamente poblada del concejo, apenas 0,5 habitantes por kilómetro cuadrado, 18 personas en ocho aldeas. El sitio tiene apariencia dura, pero a José lo único que le perturba a veces son los peregrinos del camino primitivo a Santiago, que en su "etapa reina" de Pola de Allande a La Mesa pasa para su gusto demasiado cerca de su casa. Por lo demás, es inasequible al desaliento.

-Aquí los inviernos serán duros.

-Habiendo leña?

El caso es que esto se termina, pero a veces el viento, que aquí sopla a menudo con fuerza, trae el rumor del bullicio de antaño. Pepe mira al suelo y casi se emociona. "Yo paselo muy bien aquí, carajo".

El camino insospechado

En Noceda, Grado, la mayor parte del caserío que permanece en perfecto estado de revista comparte espacio con unas cuantas casas de buena piedra que han cedido al abandono, pero en general nadie diría a simple vista que el pueblo ha muerto. Porque no es verdad. En esta aldea grande, trazada en la pendiente de la ladera de una sierra que tiene al otro lado el concejo de Yernes y Tameza, sólo queda permanentemente abierta la casa de fachada azul de Juan Carlos Estrada, un moscón de Peñaflor de 56 años que fue soldador y trabajó en montajes hasta que quiso la crisis, que de joven ganó carreras en bicicleta y pensó en el ciclismo profesional, que de un tiempo a esta parte prefiere respirar la tranquilidad de estas alturas del concejo de Grado que quedarse en el bullicio que todavía agita la villa capital moscona. "Limpio un poco el pueblo, por entretenerme y por tenerlo limpio, y no pienso más allá del momento presente, del día a día". Cuida el ganado, no necesita comprar huevos ni los ingredientes básicos de su sustento e invita a solazarse con un "mira qué vistas" pronunciado desde la cristalera del salón, que se asoma al verde matorralizado de un valle por el que corre el río Cubia camino de Grado.

Ya no para el autobús en esa marquesina que algo sigue esperando en Noceda, porque permanece en pie junto a la carretera que viene de Grado por El Llanón y tras atravesar el pueblo muere en Tolinas, a apenas dos kilómetros de aquí. En sus veinte años en la aldea, Juan Carlos Estrada habrá conocido un máximo de 25 personas donde ahora sólo queda él, pero agradece los habitantes fijos discontinuos que no quieren perder su casa y la mantienen impecable, que vienen de vez en cuando y casi llenan cuando en enero se celebra Santo Antón. Este es en realidad el pueblo de la familia de su mujer, que vive y trabaja en Grado y viene los fines de semana. "Recuerdo que hace treinta años no tenía previsto venir aquí ni loco. Ahora no quiero marcharme", proclama mientras va señalando casas y enumerando lo que pasó con cada una de las familias que las habitaban, poniendo caras y nombres al despoblamiento acelerado del campo asturiano: "No hace mucho que quedábamos tres familias y yo, pero fueron muriendo en cuestión de dos años".

Por su ventana se ve monte y matorral donde antes había "tierras que se trabajaban". "El campo no tiene remedio", resalta, más que para un retiro tranquilo, seguro y barato: "Aquí con una pequeña paga y un coche para moverte ya vives".

En el centro, también

El acelerón impenitente del desierto no es patrimonio exclusivo de la Asturias aislada. En Cotomonteros, concejo de Santo Adriano, a media hora mal contada de Oviedo, siempre hubo un monolito que señalizaba exactamente aquí el centro geográfico de Asturias. También tan cerca de la gran ciudad hay pueblos dolientes, a punto de caer definitivamente en el olvido. María del Carmen Fernández, de 86 años, está de vuelta en casa desde hace cinco y completamente sola desde que murió su esposo, hace algo menos de tres. Sola, pero "estupendamente", advierte risueña y enérgica delante de la cristalera que pone inmejorable decorado a la pared frontal de un salón comedor que da al verde de una loma lindera con el concejo de Morcín y al caserío todavía resistente de Labares. De aquí se fue a Oviedo a los diez años, estudió la carrera de perito mercantil, vivió en Venezuela y luego en Barcelona, trabajó en el hotel La Jirafa y regresó desde la capital al pueblo "cuando mi esposo se puso enfermo. Para no molestar a los vecinos". A su muerte, se quedó en Cotomonteros sin ganas de marcharse. "Pudiendo valerme, me conviene más estar aquí", cuenta pensando que en un piso en Oviedo se sentiría tal vez igual de sola y "tendría que bajar a la compra".

Aquí no. A Carmen le suena el móvil que lleva colgado del cuello. Llaman una vez por semana de un supermercado de Santa Eulalia de Morcín para ver si necesita algo. Ese servicio a domicilio "es lo único que tenemos", festeja un instante antes de maldecir las ausencias -"esto es muy guapo, pero no tenemos nada"- empezando por la del autobús. Pasaba por aquí camino de Teverga y de Quirós hasta que "la gente empezó a comprar coches y se hizo mayor y se fue?". El urbano de Oviedo llega hasta Puerto, pero de allí a Cotomonteros hay cuatro kilómetros que ella andaba sin problemas cuando era joven. "Pero ahora?". Su médico está en Oviedo, pero Oviedo no está tan lejos, y "si me pasa algo, o me caigo en casa, da igual estar sola aquí que en la ciudad". Y ella está más a gusto aquí. En este pueblo que se desliza por una pendiente que a Carmen ya le dificulta el paseo, que tiene como el resto de la geografía del despoblamiento un conjunto de casas bien conservado y en la pequeña plaza de arriba un parque infantil que viene a sus ojos como una paradoja. Cuando ella era niña, tenían que improvisar un columpio en un árbol; ahora que no quedan se los ha puesto el Ayuntamiento.

Al fondo se ve el Naranco, señal esperanzadora de que no está lejos de su hijo Adolfo, y ella agradece tener muy pendientes a los vecinos de Labares. En Cotomonteros nunca hubo demasiada gente, apenas veinte o treinta vecinos en el recuerdo más grato, pero es que hoy sólo resiste ella. El silencio y el sonido del viento, y "los montes por los que ya no se puede ni andar" y los restos de tierra quemada muy reciente dan fe de un vacío que se extiende por todo el campo asturiano y que ella atribuye a su modo también a la mentalidad urbana que lo controla todo: "El futuro es complicado, porque trabajar nadie quiere. Antes se trabajaban las tierras, los praos?"

La mayor parte se han ido por ese camino del que normalmente, ahora hablan todos, no vuelve casi nadie. El final está escrito desde hace mucho tiempo. Si nadie lo remedia, será parecido al anochecer con el que empieza y termina la gran novela del despoblamiento rural, que está escrita nada menos que desde 1988. "La lluvia amarilla", el monólogo del último habitante de Ainielle en la voz de Julio Llamazares, predice que "sombras espesas avanzarán como olas por las montañas, y el sol, turbio y deshecho, lleno de sangre, se arrastrará ante ellas agarrándose ya sin fuerzas a las aliagas y al montón de ruinas y escombros de lo que, en tiempos, fuera (?) la solitaria Casa de Sobrepuerto...".

Compartir el artículo

stats