Crítica / Música

Dignidad operística

Ainhoa Arteta convence en el Campoamor

Acertada iniciativa la del Ilustre Colegio de Médicos de Asturias al ofrecer en el 120 aniversario de su creación -casi tantos como el coliseo ovetense-, un recital de estas características, con Ainhoa Arteta como protagonista, un recital muy cercano al heterogéneo público -en lo musical-, por el repertorio elegido. Articulado en dos partes diferenciadas, la primera con aires de música popular, y la segunda con el Verdi y el Puccini de heroínas que ponen voz al sufrimiento en la antesala de la muerte. "Me he muerto tantas veces -en escena, se entiende-, que cuando me llegue de verdad tendré que preguntarle a San Pedro si esa es la definitiva", ironizó Arteta. Comenzó con la célebre "Azulão" de Jayme Ovalle, que tiene una segunda lectura no literal, si se entiende sertão, enorme región semiárida de Brasil, como una metáfora de un corazón desolado. "Ve azulão compañero, ve a ver a ver a mi ingrata, di que sin ella el sertão ya no es sertão, ve". Ese ve y cuéntaselo en el que lo árido ya no es tan árido, le imprime un carácter además de melancólico apagadamente irónico. Arteta se inclinó más por lo primero en la línea de una -siempre inconmensurable- Victoria de los Ángeles, que por un punto no tan romántico de cantantes más populares como Luana Pacheco o Sandy Leah. "Modinha", la segunda canción más conocida de Ovalle, fue la segunda del recital, también con texto del poeta Manuel Bandeira. A continuación interpretó "La rosa y el sauce" de Guastavino, cuyo "sauce desconsolado la está llorando" nos recuerda la añada de Falla "por ver si me consolaba arrimeme a un pino verde, pero el pino como era verde al verme llorar lloraba". Se puede decir de otra manera pero no poéticamente mejor. "Alfonsina y el mar", de Ramírez, centró más cercanamente la atención en la siempre dificultosa tarea de afrontar célebres canciones enormemente populares con la artillería, aunque contenida, del poderío lírico operístico. No siempre resulta, la verdad. Muy hondamente expresivo, con algún pequeño sobresalto en la impostación fue la "Alfonsina" de Arteta. Las "Canciones negras" de Montsalvatge pusieron el acento cubano, sabiduría canora de lo popular estilizado. El "Verano porteño" de Piazzolla fue solo para el piano, y un respiro para la cantante. Finura pianística, un tanto arrebatada.

A continuación, a lo grande, la ópera recaló en el Campoamor. Ainhoa Arteta se despojó de la dulzura contenida, metafóricamente se apagaron las luces para centrar toda la atención en una voz que hizo engrandecer el ya de por sí inmenso espacio escénico donde cabe un mundo. En "Addio del passato" la figura vocal de Arteta emergió con enorme poderío. Curiosa es la fuerza de la que hacen gala en la lírica roles moribundos, apagados por desdichas amorosas; es la magia de las dignidades operísticas. El aria "Donde lieta usci" de La Bohème, no dio respiro a esa Arteta crecida en lo expresivo, entregada vocalmente. Y la guinda final fue su "Sola, perduta, abandonata" de Manon. Arteta reivindicó su españolidad con el pedigrí, con el marchamo, de sus 32 apellidos vascos y, también, su ovetensismo de adopción, el de esas mujeres de señorío norteño que pasea sus perlas elegantemente, y entonó "De España vengo" de "El niño judío" de Luna que cantaban su madre y su abuela, que tantas veces ha tenido que autocensurar. Enorme Ainhoa. Afuera, en una Escandalera haciendo honor a su nombre, el "chunda-chunda" de la fiesta del colectivo LGTB a todo lo que daba. Hay otros mundos pero están en éste, naturalmente. En el señorío lírico de Arteta las perlas musicales lucieron en todo su esplendor como parte del privilegio de una gran dignidad operística.

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