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"The Crown" reina en la televisión

Los "Globos de Oro" coronan la mejor serie del momento, una recreación magistral de los mundos de Isabel II y Churchill

"The Crown" reina en la televisión

Los recientes "Globos de Oro" coronaron a la mejor serie del año pasado: The Crown. Una producción en la que Netflix no sólo tiró la mansión por la ventana con holgados presupuestos dignos de cualquier superproducción para recrear la época del reinado de Isabel II de Inglaterra, también fichó un plantel técnico y creativo de lujo liderado por el muy inteligente Peter Morgan, y en el que solo desentona un poco el compositor Hans Zimmer, que se "autohomenajea" con un tema musical para los títulos de crédito que recuerda sospechosamente otros trabajos suyos.

No es The Crown una serie hostil hacia la monarquía británica ni especialmente ácida. No es la Isabel II antipática de La Reina (escrita por Morgan), por ejemplo. Tampoco se entrega a una labor de embellecimiento ni edulcora lo que narra, aunque los intérpretes sean más guapos y glamurosos que los personajes reales. Es una serie que busca enganchar a millones de espectadores y por eso derrocha medios, encadena secuencias importantes y pulsa resortes de emotividad y romanticismo con mesura e inteligencia. Con todo, se atreve a lanzar varias cargas de profundidad que afectan no solo a los miembros de la casa real sino también al mundo de la política, con su laberinto de ambiciones y mezquindades de las que no se libra ni Winston Churchill, encarnado de forma magistral por John Lithgow.

A diferencia de lo que se suele hacer en las cadenas españolas, The Crown no solo invierte el dinero necesario para ser rigurosa sino que se aproxima a la historia creando personajes creíbles y muy reales, sin cartón piedra ni estereotipos como seña de identidad reduccionista. No se deja intimidar por la magnificencia de los escenarios y las pompas y circunstancias que rodean el mundo palaciego, mostrado como un lugar inhóspito, gélido, casi como una jaula de oro.

Ya desde el primer capítulo se envía un mensaje inequívoco: mientras se muestra al detalle cómo funcionan las cocinas de palacio, una rata asoma el hocico por un lado del plano. Avisados estamos de que bajo esa apariencia lustrosa pueden habitar seres tóxicos. Los reyes son seres humanos como Jorge VI (excelente Jared Harris), cuya enfermedad terminal se muestra con toda grima de detalles (pañuelos ensangrentados, pulmones corroídos...) ¿Qué mejor forma de dibujar la incertidumbre que se avecina que enseñar al monarca en una cacería de patos, devorado por la niebla mientras le gritan devotos "¡Hip, hip, hurra!"? ¿Cómo no sentirse conmovido en ese terrorífico momento en el que una hija angustiada entra en el cuarto donde está siendo embalsamado?

Está claro que The Crown no descubre la pólvora pero qué magníficos fuegos artificiales hace con ella. Su retrato de Isabel II es preciso y lleno de detalles elocuentes, favorecido por la interpretación de ese gran descubrimiento que es Claire Foy. Seguramente echaremos de menos en el futuro al personaje de Churchill cuando le toque desaparecer de escena. Los dos últimos episodios le dan un protagonismo que casi los convierte en una especie de "spin off" dentro de la serie en marcha. Y es que la historia de la creación del retrato oficial a cargo de un pintor -que no solo desnuda con su pincel la verdadera personalidad del estadista sino que también le pone ante el espejo de sus propios demonios íntimos en forma de estanque atrapado en un lienzo inacabable- regala al espectador una gozosa sucesión de momentos memorables tanto en la escritura como en la interpretación. ¿Cómo no quitarse el sombrero ante ese instante en el que se destapa el cuadro ante el público y Churchill dedica a su autor una mirada asesina? En los primeros episodios hay otra derivación extraordinaria que nos lleva a la crisis de la Gran Niebla que sumió al gobierno de Churchill en una depresión que amenazó su estabilidad, en la que se introduce el personaje de una secretaria de algún modo enamorada de lo que fue en su juventud Sir Winston, y cuyo trágico final le salvará, ironía cruel, del desastre.

Hay otra relación colateral que adquiere una importancia capital a la hora de conocer mejor el personaje de Isabel II: la que mantiene la reina con un profesor privado (cuervo vigilante incluido) al que recurre para saber algo más de la vida que los artículos de la constitución y los secretos del protocolo. Complejos reales.

The Crown pisa terrenos más resbaladizos allí donde acecha el peligro del culebrón: las disputas de Isabel II con su marido ("me has arrebatado mi carrera, mi hogar, mi apellido") o el lío de los amores inaceptables de su hermana, a la que obliga a aceptar las reglas del juego. Ahí la serie pierde un poco de fuelle para hacerse más convencional y previsible, pero son pequeñeces en comparación con la grandeza que abunda en una serie llamada a hacer historia por encima de otros juegos de tronos.

"¿Quién quiere transparencia cuando puedes tener magia?", reflexiona un personaje para justificar la monarquía. The Crown hace transparente la magia y demuestra que la televisión también puede ser un arte.

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