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Saciarse de África antes de entrar en las tinieblas de la retinosis

El artista Francisco Isern padece una enfermedad degenerativa que terminará por cegarle | Se ha lanzado a la literatura con un libro sobre un continente que le ha cautivado y del que quiere desterrar “los tópicos”

Francisco Isern, en el paseo de los Álamos (Oviedo) con su libro.

En el África rural, los días son más luminosos y las noches más oscuras. La fauna puede llegar a ser peligrosa. El terreno es inevitablemente escabroso. Pero la gente, “¡ay!, la gente es otra historia”. Francisco Isern oculta sus ojos verdes tras unas gafas oscuras, aunque el cielo ovetense sea de un gris inexcusable. Tiene una rara enfermedad degenerativa de la vista (retinosis pigmentaria) que terminará por dejarle ciego si vive lo suficiente. De momento, a sus 61 años, ha perdido la visión periférica hasta hacer que su campo visual se reduzca un 75 por ciento. Mala cosa para un pintor, pero casi peor para un enamorado de la aventura y la cooperación internacional. Mala sí, pero no incapacitante. Sabiendo que una mutación genética terminará por alejarle del pincel y el carboncillo, Isern se lanzó a la literatura para saciar el hambre creativa. Ahora publica un libro sobre las experiencias de sus viajes y trabajos en misiones africanas.

“Nosotros tenemos los relojes, pero ellos tienen el tiempo”, relata Isern como prefacio a una anécdota ocurrida en Benín, donde transcurre la novela en la que transcribe su historia. La frase, que viene de un proverbio afgano, habla de la parsimonia africana, de su peculiar percepción del tiempo. Al artista nacido en Mallorca, pero asturiano de adopción, el coche que iba a recogerle tras un viaje en autobús le hizo esperar casi tres horas. El tiempo pasó. El coche llegó. Y, a nadie, salvo a él, le pareció que había ocurrido nada reseñable. Algo aprendió de aquello, de esa forma de afrontar la vida.

Una obra africana del artista.

Isern ha perdido el 75% de su visión periférica

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Supo que tenía retinosis pigmentaria con dieciocho años y que el destino siempre sería el mismo: la ceguera. Pero pasan los años y él, paciente, solo tuvo que renunciar a la docencia. Su vida la sigue viviendo como siempre. Y, de momento, rechaza sustentarla en un bastón. Para compensar la osadía solo tiene que poner “el doble de cuidado en cada paso”. Se la autodiagnosticó cuando le tocaba ir a la “mili”. Él sabía que algo le pasaba, que por las noches no veía absolutamente nada”. Investigó y se lo dijo al doctor encargado de hacerle el reconocimiento médico: “Tengo retinosis pigmentaria”. El sanitario tuvo que consultar la enfermedad en un libro, recuerda Isern. Por supuesto, se libró del reclutamiento.

La suya es una enfermedad rara, muy rara. Y para la que, prácticamente, no existe tratamiento. “Hay uno, pero solo sirve para unas pocas variantes de la enfermedad, solo es efectivo si comienza a aplicarse a los pacientes muy jóvenes y, además, cuesta unos 800.000 euros. ¿Quién puede permitírselo?”, apunta el pintor. Ahora, desde la asociación Retina Asturias, de la que forma parte, tratan de colaborar con fondos. Reconoce que es “una gota en un océano”, pero no por ello van a dejar de aportar. Parte de los beneficios de su libro, “África vital y emocional”, se destinarán a la investigación en este campo.

Una obra africana del artista.

“África no es una. Nada tiene que ver la gente del Magreb con la subsahariana”

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Sus limitaciones, cuenta, le apartaron hace tres años de la docencia. Daba clases de arte en un instituto y, según avanzaba la enfermedad, su trabajo se iba haciendo más y más difícil. Pero no le impidieron seguir haciendo el equipaje para descubrir el continente africano, del que dice conocer tres cuartas partes. Durante sus viajes, siempre con la mirada oculta tras las gafas de sol, ha ido capturando las vivencias que han tomado forma en su novela; pero también paisajes e historias que pueblan su pintura.

África, explica, siempre fue su deuda pendiente; y allí se dirigió siempre que pudo. Bien en misiones o en viajes en solitario en los que descubrió una cultura diferente, aunque rehúye de “los tópicos”. “África no es una, aunque desde Occidente parezca que sí. Nada tiene que ver la gente del Magreb con la subsahariana”, apunta. Aun así, ha encontrado nexos comunes en el continente durante sus viajes en solitario con el macuto al hombro. La solidaridad, la ayuda al diferente o al necesitado. En su caso, él. El hombre blanco al que había que coger del brazo para cruzar el campo, al que había que guiar en la noche. El que aprendió el valor del tiempo.

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