En mi deambular por Roma siempre me llamó la atención -tal vez por su discrepancia con el entorno- una pirámide. Una pirámide que emula a las egipcias y que como ellas es lugar de enterramiento. Fue Cayo Cestio, pretor romano, quien mandó construirla en el año XII a. C., cuando Egipto era provincia del Imperio romano. Situada cerca de la puerta de San Pablo, la pirámide Cestia, integrada en la muralla Aureliana, es más alta y estrecha que las clásicas de los egipcios.

Esta tarde me he acercado a ella, pero no tengo intención de visitarla, porque lo que realmente me interesa es el conocido como Cementerio de los Poetas, cobijado bajo su sombra.

Esta necrópolis, desde su creación en 1738, ofreció a quienes no pertenecían a la Iglesia católica la posibilidad de disponer de un lugar donde ser enterrados. En aquel tiempo constituía un auténtico problema encontrar un sitio donde pudiesen reposar los restos de las personas no creyentes y muchos tenían que sepultar a sus seres queridos en lugares apartados y expuestos a la ausencia total de respeto.

Confieso que acudo con cierta expectación. Presiento que no podré ver las violetas blancas y azules que, según Severn, nacen aquí y que llevaron a Keats a decir: «Ya siento las flores creciendo sobre mí». El joven poeta inglés sabía que su muerte se acercaba. Hacía cuatro meses que había llegado a Roma en un intento de mejorar su salud, pero la tuberculosis era entonces implacable. John Keats sólo tenía 26 años cuando fue enterrado en este cementerio en 1821.

Me acerco a su tumba. Se que en la lápida no encontraré su nombre. «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en agua». Esta inscripción hubiese sido suficiente para identificarlo, porque éste es el texto que Keats deseaba que figurase en su sepultura, pero es que su nombre aparece en la situada al lado, donde esta enterrado su amigo Joseph Severn, que cuando falleció, 50 años más tarde, quiso que sus nombres permanecieran unidos más allá de la muerte.

En verdad, el Cementerio de los Poetas es un recinto hermoso. Un sugerente jardín, en el que los esbeltos pinos y cipreses recortan con su silueta un cielo azul en esta tarde donde las únicas rosas que aún perviven tienen el aspecto tenue y misterioso de las flores otoñales.

«Pensar que uno puede ser enterrado en un lugar tan dulce hace que uno se enamore de la muerte». Cuentan que ésa fue la expresión de Shelley cuando visitó este cementerio en el que quiso el destino que reposara eternamente.

Percy Brishe Shelley murió ahogado en el transcurso de una tormenta mientras realizaba una travesía desde Livorno a La Spezia. Recuperado su cuerpo diez días después de la tragedia, fue enterrado aquí. Su amigo Lord Byron, encargado de elegir el epitafio, se decantó por un fragmento de «La tempestad», de Shakespeare: «Nothing of him that doth fade. But doth suffer a sec change into something rich and stranger». «Nada en él se desvanecerá, pues el mar cambia todo en un bien maravilloso».

Sin duda, el hecho de que estos dos grandes poetas, máximos representantes del romanticismo inglés, muertos en plena juventud, estén enterrados aquí, al igual que otros muchos artistas, escritores, pintores, diplomáticos, escultores, políticos, como el fundador del Partido Comunista italiano, Antonio Gramsci, contribuye a que este lugar se haya visto envuelto en una aureola de romanticismo y belleza, que si bien responde a la realidad puede que haya sido amplificada por el encanto del rechazo a lo establecido, de la protesta ante el estricto dogmatismo.

Algunas de las tumbas tienen flores recientes. Son muchos los visitantes que día tras día acuden a este lugar en el que duermen el sueño eterno más de cuatro mil personas pertenecientes a diversos países, como lo prueba el hecho de que catorce embajadas sean las encargadas de velar por él. Sólo dos personas españolas están enterradas aquí. Las dos son mujeres, una de Bilbao y la otra de Madrid.

Inmerso en una atmósfera melancólica pero llena de poesía y encanto, el Cementerio de los Poetas se asemeja a un hermoso vergel donde los árboles parecen querer cobijar y abrazar los sepulcros, mientras que las flores se inclinan para besarlos.

Todo parece en calma, sólo una figura se muestra abatida. Es un ángel, el llamado Angelo del Dolore, que no permite que veamos su cara y que tiende su mano sin saber adónde agarrarse. Es obra del americano William Wetmore Store, que intentó plasmar el profundo dolor que sentía por la pérdida de su esposa Emelyn. Ésta fue su última escultura, porque a los pocos meses falleció y fue enterrado con ella, en esta misma tumba.

Al abandonar el recinto recuerdo una frase del escritor Henry James que aseguraba que el Cementerio de los Poetas de Roma era «lo más maravilloso que he visto en Italia». No me atrevería a suscribirlo, pero resulta evidente que es un lugar único que merece la pena visitar.