El reciente caso de envenenamiento masivo y deliberado de buitres leonados en la vertiente leonesa del puerto de Pajares, por el que murieron unas 40 aves, parte de ellas marcadas por el Fondo para la Protección de los Animales Salvajes (FAPAS) en la colonia asturiana del valle del Trubia, ha llevado a primer plano una práctica ilegal que vivió unos años de abandono con el auge de las medidas de protección de la fauna salvaje pero que empezó a repuntar de nuevo ya en la década de 1990, apoyada en el fácil acceso a los productos fitosanitarios, y que ahora ha cobrado fuerza principalmente en paralelo al enconamiento del conflicto creado por los daños del lobo al ganado. El veneno afecta gravemente a la conservación de la fauna salvaje y, en particular, de los buitres y otras aves y mamíferos que se nutren de carroña.

Las sustancias tóxicas se colocan, camufladas en cebos, sobre todo para matar lobos, en venganza por sus ataques a los rebaños y como una forma de «hacer justicia» frente a unas indemnizaciones que no satisfacen a los ganaderos ni por su cuantía ni por los plazos de pago. El zorro es otro destinatario, aunque menor, de esta práctica. El problema es que, además de ser un método ilícito (está prohibido desde 1983), no es selectivo, de forma que cualquier animal que se alimente de carne muerta está expuesto a convertirse en víctima (sufriendo una muerte horrible). De hecho, la especie afectada con mayor frecuencia por el veneno es el buitre leonado, un carroñero especializado en el aprovechamiento de los cadáveres de ungulados medianos y grandes y que depende estrechamente de la ganadería extensiva. Su papel es fundamental para limpiar los montes de carroñas y evitar la propagación de infecciones. Pues bien, este aliado de los ganaderos es el mayor damnificado por los venenos que algunos de ellos colocan para defender sus rebaños. El segundo animal que los sufre con mayor frecuencia es el perro; a veces son ejemplares asilvestrados, a los que se quiere eliminar, pero otras, irónicamente, son perros pastores.

La magnitud del problema ha crecido en los últimos años y tiende a aumentar: entre 2001 y 2008 se registraron seis casos o menos por año -salvo en 2004, cuando se alcanzó la cifra de 16, la más alta en lo que va de siglo-, pero en 2009 su número ascendió a 10, siguió subiendo, a 13, en 2010 y se mantuvo en nueve en 2011 (a expensas del resultado de varios casos pendientes de análisis). Y estos datos (proporcionados por la Consejería de Agroganadería y Recursos Autóctonos) corresponden sólo a los cadáveres detectados y en los que se ha podido probar el envenenamiento. La punta del iceberg. Se trata, además, de un fenómeno extendido por todo el territorio: entre 2001 y 2011 se constató el uso de venenos en 30 municipios asturianos. No obstante, hay tres zonas donde se concentra esta práctica: el Suroccidente (Cangas del Narcea, Allande, Pesoz y Tineo), la cuenca alta del Nalón (Caso y Sobrescobio) y el área de la sierra del Cuera y los Picos de Europa (Llanes, las dos Peñamelleras, Amieva y Cabrales). Precisamente, los territorios donde la problemática del lobo está más radicalizada. La tristemente célebre estricnina, un alcaloide que afecta al sistema nervioso central y que se ilegalizó en 1983, continúa siendo, de largo, el veneno más común en Asturias, seguido por el aldicarb, un insecticida de la familia de los carbamatos que en dosis altas paraliza el sistema respiratorio y que en el conjunto de España desplaza a la estricnina, pese a que su uso también está prohibido, desde 2007, por su elevado riesgo para la salud humana. Asimismo, los análisis de animales envenenados han revelado la presencia de carbofurano (otro carbamato, muy tóxico para las aves) y de metamidofos (un plaguicida), ambos, igualmente, ilegales. Es evidente la necesidad de establecer controles más rigurosos sobre la venta de estas sustancias y otras afines.

El veneno es una de las principales amenazas para las aves carroñeras, sobre todo para las más especializadas, los buitres leonado y negro, el alimoche común y el reintroducido quebrantahuesos, que, precisamente, desapareció de la cordillera Cantábrica a mediados del siglo XX por el efecto de esta práctica, combinada con la caza. El veneno también estuvo a punto de extinguir al buitre leonado en Asturias a principios de la década de 1980, de manera que en 1982 sólo sobrevivían nueve parejas. Y es la primera causa de mortalidad del alimoche común, que se alimenta principalmente de despojos y cadáveres de pequeños animales y que desde 1994 ha perdido más del 50 por ciento de su población nacional. Carroñeros oportunistas como el águila real y el oso pardo figuran, asimismo, entre las víctimas de estas sustancias. Otras especies, como el busardo ratonero (conocido localmente como «pardón», «vieya» y «milán», entre otras muchas denominaciones) y la lechuza común o «curuxa» mueren al ingerir presas envenenadas, concretamente roedores. El veneno se incorpora a las redes alimentarias y se transmite de unos organismos a otros. Algunos animales no mueren, pero padecen trastornos en su organismo, como la pérdida de fertilidad, que merma la vitalidad de las poblaciones y llega a ocasionar problemas de conservación. El ser humano también se halla expuesto indirectamente a los venenos, a través del consumo de piezas de caza que han ingerido cebos envenenados en cantidades no letales.

Si el problema es importante en Asturias, en el conjunto del país las cifras son estremecedoras. Según los datos proporcionados por el programa «Life + veneno», cofinanciado por la Unión Europea y la Fundación Biodiversidad y coordinado por la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife), en la última década se ha tenido conocimiento de la muerte de 7.000 ejemplares de especies amenazadas por esta causa, entre ellas 2.355 milanos reales (una rapaz declarada «en peligro de extinción» en España que ha disminuido más de un 50 por ciento en las últimas dos décadas, principalmente por envenenamientos), 2.146 buitres leonados, 638 buitres negros, 348 alimoches, 114 águilas imperiales ibéricas (una de las rapaces más escasas del mundo, endémica de la Península, con una población de poco más de 250 parejas) y 40 quebrantahuesos, así como siete osos pardos.

La gravedad de los envenenamientos aumenta en la medida en que es muy difícil determinar sus autores materiales y estos obran con impunidad. A este respecto, el refuerzo de la vigilancia es una de las acciones que se consideran necesarias para combatir esta lacra, junto con medidas disuasorias y preventivas que eviten la mortalidad de fauna.