A primera vista la esencia de la primavera plena es la indecisión. A veces nos envuelve el aire caliente, pero cuando menos se espera lo cruza una brisa fría, como un tren inesperado en el paso a nivel sin barreras. El cuerpo se muestra igual: a ratos exultante y a ratos indolente. Pero esa vacilación aparente no es más que el contraste, el contrapunto, la réplica, de una gran determinación, de un empeño inconmovible, que se advierte en el verde tremendo de las primeras hojas de los robles. Cuando ese color preciso se engasta en un gris plomizo del cielo, como fondo, el paisaje se ilumina sin luz, desde las hojas, y la primavera muestra todo su poder. El milagro está también en las flores amarillas que los austeros y monacales piornos empujan hacia fuera, como si les costara hacerlo, pero no pudieran aguantarse, de tanta vida como está detrás pidiendo asomar la cabeza para la foto.