Para un nacionalista vasco violento, la antigua situación era el mejor de los mundos: podía uno matar sin riesgo de morir, homenajear a los asesinos como héroes, ganar escaños y alcaldías con el programa oculto de la violencia, amedrentar a placer al disconforme, financiarse del erario público y hasta defender los derechos humanos. Eso es lo que ahora se ha acabado de modo definitivo: el que opta por la violencia vive fuera del sistema político, y el que quiere la independencia ha de ganarla únicamente por la vía de las urnas. La sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo expulsa a los violentos, y a quienes los apoyan, a las tinieblas exteriores de la democracia. Ahora lo que habría que esperar es que surja al fin un independentismo democrático en Euskadi, capaz de aglutinar a la mayoría del movimiento abertzale. Si eso ocurre el fin de ETA se daría por añadidura.