Gijón,

El catedrático emérito de Energía Nuclear de la Universidad de Oviedo León Garzón Ruipérez (Salamanca, 1924) relata en esta segunda entrega de sus «Memorias» para LA NUEVA ESPAÑA la fascinación que sintió por Asturias y algunos asturianos, lo cual le impulsó a establecerse en Oviedo en los años cincuenta del pasado siglo.

l Vocación a la ciencia. «Mis motivaciones para estudiar ciencias comenzaron cuando noté una especie de clic y se me abrió una gran facilidad para las Matemáticas. Y a los 7 años me gustaba ver las cosas que se movían y tuve facilidad para eso porque enfrente de casa había 200 motores eléctricos funcionando día y noche en aquella fábrica de calzado de mi familia. También había motores en la fábrica de harinas de mis tíos. Los movían con un aparato que para mí era como un dios. Me sentaba a ver funcionar aquel motor diésel enorme, que producía el movimiento de un volante y daba fuerza a todo el tinglado de la fábrica. Me producía regustillo todo lo que supusiera ciencia. Estudiando 3.º de Bachillerato en Salamanca, en el instituto que estaba en el edificio de los jesuitas, salía por la tarde de clase, al anochecer, y me iba a la casa de mi tío, cerca de San Juan de Sahagún. Justamente enfrente de lo que era la Casa de Socorro, casi en la puerta de Zamora, había un escaparate donde se veía cómo rebobinaban bobinas de dinamo. Me pegaba a la luna para ver cómo hacían aquello. Un motor pequeño era para mí una joya. Y tenía inventiva. Hice un cañón con un tubo de uralita y una goma muy fuerte, que disparaba flechas hechas con varillas de paraguas afiladas; atravesaban lo que se pusiera por delante. Y me fascinaba el electromagnetismo. Con cuatro pilas podía hacer muchos experimentos y eso me volvía loco. Y había un pariente que murió joven, al terminar la carrera de Químicas en Salamanca. Era hermano de mi madre y en mi familia le endiosaron. Me pasaron sus libros y yo miraba aquellos tomos de álgebra que él había utilizado».

l Evolución en las creencias. «El paisaje científico español era deprimente, pero las cosas no desaparecen de la noche a la mañana y había coletazos del tiempo anterior. Tuve suerte porque hice el Bachillerato de la República, con uno de los mejores planes, obra del que fue ministro de Instrucción Pública, Villalobos, un médico de Salamanca. En ese plan se daba el mismo peso a las ciencias y a las letras. Después, el Bachillerato franquista fue humanista al cien por ciento, y redujeron al mínimo las ciencias naturales porque no querían injerencias como la del Evolucionismo y cosas semejantes. Yo seguí el plan de la República antes de que lo liquidaran, pero me tuve que enganchar a la Religión, que era la asignatura más importante. Nos daba clase en Salamanca un personaje que se llamaba don Juan Antonio Ruano Ramos, un teólogo con unos libros importantes. De Teología sé un montón porque el tío éste exigía una barbaridad y yo aquello me lo empollaba. Yo entonces era creyente; rezaba mis padrenuestros y además de aquel baño de Religión tenía obligación de hacer los Ejercicios Espirituales. Llegaba una semana de vacaciones pero te ibas al edificio de la Clerecía, de la Compañía de Jesús, a oír las palabras de los jesuitas, que hablaban muy bien. Lo que ocurre es que te metían unos miedos irracionales al mismo tiempo, pero se veía que eran tipos cultos y que lo suyo lo dominaban, y que eran teólogos medievales tal cual, al modo de Santo Tomás. En aquel tiempo todo el mundo creía, y si no creía decía que creía y tal. Porque no era que te obligaran, sino que el ambiente era ese de la Iglesia y el Estado, y el Estado y la Iglesia, un híbrido. He evolucionado en mis creencias en el sentido de querer alcanzar la libertad, es decir, hacer lo que me plazca, cuando me plazca y sin pedir permiso a nadie. Y menos a un Señor que ahora para mí es una entelequia, quizás entonces no. Y con esta evolución tuvo mucho que ver Asturias, como ahora comentaré».

l La rutina de la práctica. «Después de los estudios universitarios en Salamanca hice los cursos de doctorado en Madrid, con muy buenos maestros. Recuerdo a uno con mucho cariño, a Miguel A. Catalán, de los mejores científicos de España, que hubiera sido premio Nobel en condiciones normales. Era de Zaragoza y nos daba una asignatura completamente nueva: Enlace Químico. Después fui profesor adjunto en Salamanca, por oposición, durante tres años, en la Facultad de Químicas. Allí estaban Carlos Nogareda Domenech, o Fernando Galán Gutiérrez (que era de Luarca), mis maestros. Estuve de adjunto de Nogareda, que me abrió los horizontes científicos. Pero, claro, yo necesitaba dinero porque quería irme a París, pero no lo había, y tuve que quedarme en Salamanca de adjunto con 5.000 pesetas al mes. Me enamoré y me dije que tenía que hacer oposiciones a Instituto. No tuve problema. Saqué el número uno y marché a Ponferrada, en 1950. Estuve en el Instituto Gil y Carrasco, como catedrático de Química, aunque expliqué Matemáticas y de todo. Quise saber si el conocimiento que uno había adquirido podía ser útil para una actividad industrial, y entonces solicité un puesto en una nueva empresa de Ponferrada, de aceros metalotérmicos, cuyo fundador se apellidaba Roldán. Fui jefe de laboratorio, pero la práctica es una cosa que lleva a la rutina, mientras que el conocimiento es otra que te hace despegar. Hablé con el ingeniero de la empresa, Castella, que después fue director de Ensidesa muchos años. "¿Pero cómo que se marcha usted?". "Sí, mire, esto es ya una rutina y no tengo nada que aprender. Me voy al arrimo de la Universidad y me voy a Oviedo"».

l Tres de Luarca. «¿Por qué Asturias? Había tratado en Madrid a la persona más inteligente que he conocido en toda mi vida, y que era de Luarca: Raimundo Menéndez. Le llamábamos el Tato; había hecho Químicas en Oviedo y el catedrático Antonio Espurz le recomendó a Julio Palacios, que era el mejor físico clásico que ha tenido España. Palacios era catedrático de la Universidad de Madrid, hoy Complutense; era aragonés y monárquico, y Franco lo desterró a Almansa, donde estuvo unos cuantos meses retirado de su cargo. Fui muy amigo del Tato porque hicimos el doctorado juntos e íbamos a las mismas clases. Era un individuo que pasaba la noche leyendo a Nietzsche, y que sabía alemán, y que ponía en dificultades a los investigadores mundiales que pasaban por Madrid a dar alguna conferencia. Y también conocía de Salamanca a otra persona de Luarca al que ya mencioné: don Fernando Galán, que había estado en Alemania y sacó la cátedra muy joven. Su casa de Salamanca era más la Facultad que el domicilio propio. Era un tipo brillante, pero no tenía medios. Tenía un ayudante que era como un jardinero, porque Galán se dedicaba a Genética Botánica. En Salamanca en seguida lo ascendieron, ya que era muy ceremonioso. No he visto asturianos tan ceremoniosos como él, pero "chapeau", era un tío fantástico. Y después, para poner la guinda, sale Ochoa, que también era de Luarca. "¡Coño, ahí está lo bueno, en Asturias!", me dije. Además, los de izquierdas admirábamos Asturias por la cuestión de los mineros y porque Asturias entonces estaba en primer lugar en cuanto al carácter social y al valor que daban a la intelectualidad. Nos decían: "Es que allí los mineros compran el periódico y saben leer". Yo veía Asturias como un país hermoso».

l Un gran plantel de alumnos. «Vine de entrada al Instituto Alfonso II, a una plaza de catedrático por oposición, haciendo sólo un ejercicio porque ya era catedrático de Ponferrada. En el Alfonso II encontré muy buena gente y un plantel de alumnos que era lo mejor de la sociedad ovetense. Tengo alumnos que llegaron a ser ministros, como Rodríguez Inciarte, o intelectuales y profesionales importantes, como los Vega, el hijo de Alarcos, etcétera. Les tuve de alumnos y me llamaban cabroncete y tal, porque ponía muchos ceros, pero les hacía razonar y en el fondo me adoraban como me lo han demostrado después. Asturias me impactó en sentido positivo. Por ejemplo, nada más llegar leí en LA NUEVA ESPAÑA un artículo en el que se cuestionaba la existencia del demonio. "¡Coño!", me dije, "esto no pasa por allí abajo". Otra cosa que me encantó era que durante la dictadura, a la entrada de las ciudades y pueblos colocaban el yugo y las flechas, pero aquí colocaron los primeros y se los cargaban los mineros o quien fuera, y decidieron no poner más. Era otra cuestión positiva, pero después me enteré más a fondo y me desilusioné un poquitín. Tenía contacto con los socialistas históricos ovetenses, y en particular me hice un poco amigo de Avelino Cadavieco, que había sido capitán en la Guerra Civil. Un día le pregunté: "¿Oye, por qué razón os dejasteis arrebatar el territorio tan pronto por las columnas gallegas?". Contestación suya: "¿Qué quieres? Tiraban a matar a los pajarines?". Quería decir, creo yo, que en lugar de matar fascistas se entretenían en disparar a los pájaros, es decir, que aquellos jóvenes no eran conscientes de lo que se jugaban. Puede que nosotros hubiéramos magnificado el ambiente de Asturias».

«De niño me sentaba en la fábrica de mis tíos a ver funcionar un motor diésel enorme, que era para mí como un dios»

«"¿Por qué os dejasteis arrebatar el territorio tan pronto?", pregunté a Cadavieco. "¿Qué quieres? Tiraban a matar a los pajarines"»

«El Bachillerato franquista redujo las ciencias; no querían injerencias como la del Evolucionismo»

Mañana, última entrega de las Memorias de León Garzón