La sensibilidad artística a veces encuentra su vehículo de expresión en formas poco corrientes; y nunca mejor dicho lo de vehículo, porque hoy les quiero hablar de un primoroso restaurador de motos antiguas, José María González Varas (Abéu, Ribadesella, 1947), más conocido como Chichi. Ya había visto algunas de las máquinas restauradas por él en la concentración y exposición que la Agrupación Motorista Asturiana -de la que Chichi es vocal- organiza a principios de julio en Ribadesella desde hace tres años, aunque hace unos días me acerqué a su taller para verlo a él en su salsa. Les puedo decir que me quedé maravillado y no solamente por ver detenidamente y poder tocar veinticinco joyas restauradas o en proceso de restauración, sino por escuchar al propio Chichi hablar de su trabajo o, mejor dicho, de su afición, pues lo que le da de comer a él y a sus ocho hijos es la albañilería. A su paleta se debe, por ejemplo, el último arreglo de la Fuentina, la emblemática fuente del paseo de La Grúa que da nombre al poema La Fonte del Cay y al actual coro riosellano.

Una de las cosas que merecen la pena es escuchar a las personas que creen en lo que hacen y que lo sienten de verdad. Da igual, en el fondo, que nos hablen de restaurar motos que de cultivar alcachofas, si quien lo hace lo vive apasionadamente y tiene la generosidad de comunicarlo a los demás. Les puedo asegurar que este hombre lo vive con pasión y que además es un extraordinario comunicador, un verdadero apóstol de lo suyo, de su labor. Cuántos docentes habrá en la sociedad con la mitad de vocación por enseñar que el bueno de Chichi, que tan bien se explica, y cuántos artesanos habrá con mucho menos rigor en su trabajo y mucha más vanidad por sus creaciones que, en algunos casos, ni siquiera merecen ese nombre.

De las motos que hubo en el concejo riosellano Chichi lo sabe casi todo. Recuerda desde los humildes ciclomotores -en sus manos están las viejas Mobylettes de mi padre y de mi tío Germán- hasta la Lube 125 de Miguel Ángel Alea, la Rieju 175 de don Hortensio, el cura de El Carmen y don José Cuervo, el cura de Berbes, la Derbi 125 de Cuetu el de El Carmen, o la Derbi 250 de Ramón, el pintor de la Cuesta, o las MV Sella de Sergio Covián o Eduardo Peón. Las restauradas por él hasta hoy son veinticinco y todas son obras de arte, pues a la calidad del diseño propio de las motocicletas -siempre ha habido excelentes diseñadores- hay que sumar el primoroso trabajo del artesano.

La primera, un modelo imprescindible en los inicios de todo restaurador, fue una Guzzi 65, la moto de los tratantes de ganado, los carniceros, los veterinarios y los médicos. Yo mismo recuerdo a don Serafín a lomos de su Guzzi 65 llegando embarrado, despojándose con energía de la gabardina y las gafas, a mi casa aldeana de Torre para visitarme cuando tuve el sarampión. Chichi compró la suya al fallecido Toraño por 25.000 pesetas y la restauró en el portal de su casa de La Cuesta. Ahora, con la afición ya en sus venas -«Esto es mi tabaco y mi bebida», me confiesa- tiene un local habilitado como taller, una preciosa construcción en su Abéu natal, en las praderías más bonitas del concejo, con vistas al mar y cerca del acantilado jurásico de Tereñes, aunque la falta de sitio para alojar la colección hace que las tenga desperdigadas por varios locales. Su método, depurado al máximo tras treinta y dos años de experiencia, tiene como pautas estrictas la calidad (piezas originales, nada de plásticos o sucedáneos), el tiempo (todo sin prisas) y el orden, pues en seguida aprendió a clasificar cuidadosamente cada pieza para poder ser eficaz y no perder tiempo buscando cosas.

Entre las más sencillas, aunque todas son hermosas, llaman la atención una atractiva Mobylette francesa de 65 cc que perteneció a un ferretero de la villa y una Montesa 150, restaurada como homenaje a la que tuvo el riosellano Raúl Capín, que a finales de los años cincuenta iba a buscar a su novia a Berbes los domingos a las tres. Esa máquina marcó el comienzo del interés de Chichi por las motos, ya que él y otros muchachos de la aldea (como el difunto Gildo, el que mejor sabía ir «de paquete») salían a esa hora a la carretera en San Esteban de Leces para verla pasar. También en esta categoría de motos pequeñas se puede incluir una MV de 1967, nada menos que la primera moto que tuvo Chichi, por la que pagó entonces 8.000 pesetas y que recuperó recientemente, tras una odisea que lo llevó a Madrid siguiendo su rastro, por 250.000 pesetas. También hay una MV Sella 150 de las fabricadas en Gijón bajo licencia italiana de Augusta, perteneciente a la serie de motos bautizadas con el nombre de los ríos asturianos (Nalón, Sella, Piles, Narcea o Deva) según su cilindrada, de los 350 a los 150 cc. Y en este mismo apartado podría incluirse un par de Vespas de 1957 y 1964, una Torrot de 49 cc, una Derbi Antorcha de 49 cc con arranque de pedal y tres velocidades en el pie (una revolución, pues fue el primer ciclomotor que parecía una verdadera «moto») y una preciosa Bekane 125 francesa de 1938 de cuatro tiempos, con doble amortiguación, bocina de serie, doble embrague -mano y pie , freno de talón y un diseño esmerado. También habría que considerar en este apartado una Lube Renn 150, de matrícula y construcción vitorianas, que llegó a ser la de salida más explosiva de la época, ya que trabajaba a 8.000 rpm, mientras que las demás lo hacían a 5.000, aunque ello suponía averías frecuentes y una vida más corta de lo deseable.

Entre las motos más grandes de su colección podríamos mencionar una poderosa Sanglas 400 negra de 1969 que estuvo 18 años al servicio de la Guardia Civil de Tráfico y después fue vendida en subasta; una Guzzi Sport 250 de 1952 con amortiguación de tijera; una Derbi 250 Sport «Cabeza de Hormiga» (popularmente, el «Platillo Volante»); una Ducati Elite 200 de principios de los años sesenta pensada para el mercado joven y sus ansias de correr, y una impresionante Ducati Roa 350 construida en Barcelona en 1974, en la que se combinan las características de campo y carretera y es una de mis preferidas, aunque resulta algo ruidosa e indomable. Dejo para el final las que me han parecido más valiosas: una BMW 250 negra de 1956 que fue propiedad de José Tomé Buján, militar en Ceuta y retirado en Covadonga, que la usaba incluso para arrastrar troncos por la carretera y no se quería desprender de ella hasta que Chichi le pagó en mano «un cuarto kilo» hace quince años, y una Harley Davidson WL 750 cc azul (las caquis fueron del Ejército americano) de 1940 que ya ha estado de mano en mano en tres continentes hasta llegar a Chichi, a quien, tras la buena restauración, ya han tentado con mucho dinero e incluso con un valioso Mercedes, que ha rechazado.

La próxima que entrará «en boxes» es una Peugeot 125 (O-25.045) tan deteriorada que parece increíble que al cabo de unos meses vaya a presentar el aspecto y el funcionamiento de recién salida de la fábrica que seguro que tendrá, como las demás. No tengo los conocimientos técnicos para hablarles con rigor del trabajo efectuado en cada motocicleta, pero les aseguro que todo está hecho sin concesiones a la galería, con sabiduría, sin prisas y con un respeto absoluto por los materiales adecuados, por la mecánica y por el aspecto original de las motos, unas máquinas de seductora belleza que salen de sus manos listas para funcionar y dignas de entrar en el museo más exigente. Bueno sería que las autoridades culturales tuvieran sensibilidad con esta labor e hicieran lo necesario para protegerla, difundirla y asegurar su futuro. Bueno sería que Ribadesella no dejara escapar esta vez, como dejó escapar a lo largo de los años, la oportunidad de hacerse con la casa de los hermanos Uría, con una sección del Museo de Bellas Artes, con la residencia de la playa o incluso con el mismo cine Divino Argüelles, hoy cerrado. Sé que Chichi estaría orgulloso de que todos, nativos y turistas, pudieran ver su colección reunida en un local digno y disfrutar con ella tanto como goza él trabajando en sus motos cada día del año.