Amador Alonso y Jaime González, maestros industriales y compañeros en las oficinas de Ensidesa, se despidieron hace hoy cuarenta años en un autobús de línea avilesino. Lo que no sabían es que esa despedida sería para siempre. El segundo no hacía mucho que había dejado la comodidad del despacho por un puesto en Mantenimiento. «Es que a mí lo que me gusta es el taller», explicó ese día en el bus a Alonso, que no podía comprender la decisión de su colega. Fueron las últimas palabras que intercambiaron. Apenas veinticuatro horas después, una imponente explosión despertó a los avilesinos y apagó para siempre a Jaime González. Tenía 39 años, mujer y cuatro hijos. Falleció en la unidad de quemados de La Paz (Madrid), donde fue trasladado dada la gravedad de las heridas que sufrió en el siniestro. Él fue una de las diez víctimas mortales del mayor accidente laboral de la historia de la comarca, la explosión en la acería LD-I de Ensidesa, una jornada en la que los avilesinos se despertaron temblando y se acostaron de luto.

A las diez y treinta y cinco minutos de la mañana del 6 de febrero de 1971, sábado, saltaron las alarmas. Una caldera de vapor y agua sobrecalentada de la acería saltó por los aires. Muchos pensaron que Avilés también. La onda expansiva resultó demoledora y en cuestión de segundos, una lluvia de metal, cual metralla, cayó sobre los alrededores del complejo industrial y alcanzó los barrios próximos, cebándose con el de Llaranes. Lunas y cristales rompieron en un radio de más de un kilómetro y el estruendo llegó a oírse hasta en la capital asturiana. La que era considerada una de las fábricas más seguras de Europa había estallado desencadenando el caos en la ciudad que creció a su sombra y sumiendo en el miedo a los avilesinos.

En cuestión de segundos, piezas de la siderurgia de gran tonelaje salieron disparadas por la detonación y se convirtieron en armas letales. Un camión que cruzaba el puente de acceso a la factoría salió despedido unos 150 metros. La onda expansiva destrozó al conductor, el cántabro Belisario José Cabo y Cabo, de 46 años, que falleció en el acto, y el vehículo acabó impactando contra el viejo edificio de Telefónica. Su mujer se había bajado del camión unos metros antes, en la portería del complejo. No le dejaron acceder al recinto. Sin saberlo, alguien le salvó la vida.

Avilés ofrecía una imagen dantesca. Una enorme pieza metálica traspasó la pared de la sastrería Elías de Llaranes donde se encontraba planchando Severino Fernández (en la zona que ahora ocupa el restaurante La Casería). El planchador resultó herido pero sobrevivió al impacto. Esa misma pieza destrozó el quiosco de Rosa, ubicado a pocos metros. Inocencia Pastur González, como cada día, estaba comprando el pan. No superó el impacto. La mujer, de 37 años, casada con un trabajador de La Fabricona y natural de Villanueva de Oscos (según los datos del Registro Civil), murió por un fuerte golpe en la cabeza. Mientras el quiosco se volvía añicos, un perfil de casi tres toneladas aterrizó a unos metros del colegio de niños de Llaranes, en la calle Monte Cauribo. Los pequeños estaban en clase. La muerte les sobrevoló.

Tras el chaparrón metálico, los avilesinos se echaron a la calle. Ensidesa había explotado y muy pocos eran los que no tenían algún familiar en la siderúrgica -entonces con una plantilla de 25.000 personas- o en las empresas auxiliares. Los vecinos de Llaranes corrieron hacia la fábrica entre el ruido de las sirenas y su propio llanto, y se apostaron ante el Hospitalillo, convertido en un hospital de campaña. Los de La Luz bajaban cual manada hacia Avilés. Todos querían saber donde estaban los suyos. Las primeras informaciones hablaban de cientos de muertos y la comunicación con el interior era prácticamente imposible. Largas colas se formaron ante las dos cabinas telefónicas del barrio que permitían la comunicación directa con el interior de la factoría. Y es que no hubo comunicación oficial alguna hasta el mediodía, cuando Radio Popular comunicó el fallecimiento de cuatro personas y de la existencia de numerosos heridos, aunque «la mayoría de carácter leve».

Al ruido de las sirenas de las ambulancias y de los camiones de bomberos se sumaban las peticiones de ayuda. Una furgoneta de un pescadero emitía por medio de altavoces mensajes de socorro: «Necesitamos sangre del grupo 0 RH negativo», repetía el mensajero. La respuesta no se hizo esperar y decenas, cientos de personas, formaron largas colas ante el Hospitalillo para donar sangre para los heridos, que se presumían centenares, mientras decenas de ambulancias llegaban a Avilés desde distintos puntos de Asturias. Toda ayuda parecía poca y el centro sanitario de la fábrica recibió la colaboración de médicos y enfermeros de toda la comarca, incluso de otros puntos de la región.

Según publicó LA NUEVA ESPAÑA, «los gobernadores civil y militar, señores Mateu de Ros y Crespo del Castillo, respectivamente, permanecieron en el lugar de la tragedia desde los primeros instantes», acompañados por el director de la fábrica, Ricardo Díez Serrano. Horas después, ya por la tarde, llegó al aeropuerto de Asturias en un avión privado el presidente de Ensidesa, Manuel Salís, y «en el vuelo de la noche» el presidente del Instituto Nacional de Industria, Claudio Boada, entre otras autoridades. Para entonces la compañía había confirmado la muerte de siete personas: Belisario José Cobo Cobo, Inocencia Pastur González, José Antonio Fernández González, Jaime Fernández Blanco y Manuel Fernández Rico. A la lista se sumaron después Celestino Rodríguez González, Edmundo Rodríguez, Alfredo Muñiz González, Rafael Martínez Albuerne y Jaime González González. Diez muertos. Diez familias rotas.

A medida que pasaron las horas, el pánico se convirtió en esperanza para los que lograron evitar la tragedia. El domingo, explican ahora los que vivieron la negra jornada, el luto se respiraba en el ambiente. Esa misma tarde se celebró un funeral por las víctimas. No fue el único. La iglesia de San Nicolás de Bari acogió el lunes un funeral oficiado por el arzobispo de Oviedo, Gabino Díaz Merchán, en el que las autoridades ocuparon los bancos principales. Entre las personalidades se encontraba el Ministro de Industria, José María López de Letona. Llegó desde Barajas en un avión militar para, tras almorzar en el chalé de La Granda, comprobar el estado de la acería LD-I y visitar a los heridos.

Para entonces las labores de desescombro ya estaban avanzadas y la fábrica, según trasladaba el Instituto Nacional de Industria (INI), iba recobrando la normalidad («Las instalaciones van entrando en funcionamiento después del accidente ocurrido en la mañana del sábado. Los hornos altos ya están en producción, si bien con las naturales limitaciones debido a la falta de consumo de arrabio por parte de la acería LD-I», trasladaba la oficina de prensa a los medios). El miedo de los avilesinos, en cambio, continuó latente durante días, incluso años. «Durante mucho tiempo temimos que volviera a pasar aquello y que las consecuencias fuesen aún peores, que todo Avilés volase por los aires», señala ahora el ex presidente del Club Popular de Cultura de Llaranes, José Ángel del Río.

El temor acabó por desaparecer, pero la pena de los familiares de las víctimas continúa viva hoy, como si estas cuatro décadas hubiesen pasado como cuarenta días. En la memoria de todos los que vivieron aquel trágico día que conmocionó a todo el país, permanece grabado el estallido ensordecedor de esa mañana y los llantos que le sucedieron. Ensidesa volvió a latir, se adaptó al paso del tiempo, cambió de manos, pero en el corazón de los que perdieron a los suyos el hueco sigue vacío.