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CON EL PARAÍSO A CUESTAS (I)

Lucía enciende una luz

Manuel Queipo y Elvita Herías denuncian la severidad de las normas que limitan la actividad ganadera y expulsan habitantes del campo, pero su hija quiere quedarse "para que el trabajo de mis padres no se pierda"

Lucía enciende una luz

Lucía quiere ser ganadera. El anhelo, pronunciado con la lucidez convincente de los catorce años, ha despertado la sonrisa de su padre, Manuel Queipo, titular de una ganadería de cerca de doscientos animales entre vacas y crías en Beberaso, un pueblo de dos casas habitadas enriscado sobre valle allandés por el que el río Lloredo va de paso hacia el embalse de Salime. Los planes de Lucía valen más porque ella sabe lo que cuesta. Porque desde los cuatro años tarda tres cuartos de hora en llegar en taxi al colegio de Pola de Allande, porque en el trayecto atraviesa dos veces al día los más de mil metros del puerto de La Marta, porque ha perdido la cuenta de los días de clase que perdió por las nevadas de febrero y porque acaba de escuchar a su padre proclamar que aquí "la verdadera especie en peligro de extinción es el ganadero". La idea de Lucía, enunciada en esos términos y justo aquí, en este lugar desoladamente bello sin más vida que las tres generaciones de su casa y otra más, también vale más por las razones que la sostienen: "No me gustaría que mis padres hubiesen trabajado tanto para que todo esto se acabase perdiendo..." A su pequeña escala, sin querer, una niña de Tercero de la ESO ha respondido al grito de auxilio que se oye en todo el desierto del campo asturiano, el alarido que lleva varias décadas sin escuchar más réplica que su propio eco. Lucía ha encendido de pronto una luz, una bombilla minúscula y aislada como las que se verán en esta ladera despoblada en cuanto caiga la noche.

Sus motivos también se ven por la ventana de la cocina, ésta que enmarca el verde de una ladera que baja haciendo terrazas hacia el río Lloredo, con un cerezo en flor incipiente en primer término y, a lo lejos, al primer sol de la primavera, en la falda de enfrente el caserío disminuido de Villadecabo. Elvita Herías, la madre de Lucía, se aprestará a decir que siguen aquí "sobre todo por vocación. Por la paz, por la naturaleza, por el silencio, por poder ver cómo florece la primavera" y sí, también a pesar de todas las dificultades que obstaculizan su decisión de quedarse a sujetar esta parte del campo doliente y despoblado donde rechina, dicen, la pretensión de las autoridades de ordenar el medio rural "desde la gran ciudad" y al margen del interés del campesino. A los que resisten en Beberaso a veces no les cuadran las palabras con los hechos. Se han hartado de escuchar que las administraciones quieren repoblar el medio rural y de ver que sus obras los desmienten a base de frenos, trabas, dificultades de todo estilo. "Es como si nosotros pretendiésemos decidir dónde se deben poner las farolas en Oviedo", sentencia Herías. "Deberían dejar más margen de maniobra al ayuntamiento y a los concejales, a la administración próxima", abunda Queipo. Deberían escuchar a los que han asumido la heroicidad de aguantar.

Ya que aquí la tierra impone sus propias normas, ellos dicen que sobra en algunos casos la severidad y la estrechez de las que tutelan el ejercicio de la ganadería. Manuel Queipo habla de las multas que ha de pagar cada vez que supuestamente sus vacas entran en un acotado de pastos, en una de las zonas vedadas por haber sufrido incendios recientes, y lamenta que "acotar el monte es un obstáculo muy grande", que pagan "justos por pecadores" cuando van a por sus reses, que están identificadas y legalizadas, ignorando la infracción de las que no pueden localizar porque no tienen "fichadas". "Y la ley tiene que ser para todos igual", afirma. Y "las vacas no dañan el monte comiendo pasto", le acompaña su esposa. "Querría que a cualquiera que entrara en una oficina se le exigiera tanto como al ganadero", y Elvita piensa en esa balanza desequilibrada donde pesan las dificultades mucho más que las compensaciones.

Todo esto es para invitar a ver que lo que queda de la economía campesina en Asturias depende en buena medida de esas vacas que ahora pastan delante de la casa Queipo en Beberaso. En estos pueblos, "alrededor de los ganaderos vive mucha gente", sigue Manuel Queipo, y para que se vea enumera algunos: por citar a unos pocos el tratante, el veterinario, el carnicero, "los del pienso", los albañiles que le hicieron la cuadra, el taxista que lleva y trae a su hija al colegio, los que recogen las reses muertas. "Y los de la consejería", apostilla su mujer. "Hay mucha cadena en torno al ganado", vuelve el marido, y la consecuencia de que contra el viento haya tantos que tiran la toalla es que cada vez queden menos -tres ganaderías en su parroquia, sólo la suya a este lado del río-. "Y cuanta más gente se vaya de los pueblos, más habrá en las ciudades en la cola del paro", finaliza.

Se van, irremediablemente de aquí se van, aunque estas estribaciones de la sierra de Carondio no sean ni mucho menos lo que eran. Porque a Beberaso la electricidad no llegó hasta 1995 y desde entonces el tiempo ha pasado muy deprisa, veinte años después tienen incluso acceso a internet. Han pasado en dos décadas del siglo XIX al XXI, pero la altura de los obstáculos continúa expulsando a cada vez más gente de estos valles. Manolo lleva toda la vida aquí, dice que "a mí me gusta esto"; Elvita es de Bustel, en la vecina parroquia de Santa Coloma y resiste "por vocación". "Queda la gente autóctona", hasta este lugar no ha llegado, si es que existe, la marea de retorno que ha cogido impulso con la crisis.

En Beberaso, parroquia de San Emiliano, donde el concejo de Allande va a dar al de Grandas de Salime, quedan esta casa y otra más con vida permanente. La carretera, arreglada del pasado septiembre, sigue siendo una pista asfaltada estrecha de gravilla suelta, enriscada a media ladera, y menos mal, porque antes del verano pasado "estaba llena de baches". Manuel González, el taxista que viene todas las mañanas a buscar a Lucía para llevarla al colegio en Pola de Allande, lamenta que no hayan puesto una valla contra el precipicio que cae hacia el río Lloredo, pero al menos ahora no hay baches. Tratar de salir hacia el otro lado es ahora mismo peor. La pista continúa, sigue el curso del río hacia Grandas de Salime, pero de resultas de las nevadas del pasado invierno el firme se ha desplazado y lleva unas cuantas semanas cortada, así que esto es literalmente "el último pueblo".

Contra todo eso, en esta casa insólita resisten tres generaciones pegadas a la tierra. La abuela, los padres y la menor de las tres hijas. Dorinda Flórez, que siempre ha vivido aquí y aquí sigue, ahora con su hijo, su nuera y su nieta, llega a la consulta del médico diciendo que viene "de donde Cristo dio las tres voces, del último pueblo". Lucía Queipo, la pequeña de tres hermanas, a veces echa de menos a las otras dos, a Marta, de diecinueve años, y a Yolanda, de veinte, que se han tenido que ir de casa para estudiar, aquí eso es ley, no hay otra. A ella le puede pasar al final del curso que viene.

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