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Los tesoros forestales de Asturias | Carrascales del Valle del Trubia

Bosques sobre una peana

Las formaciones de carrasca se aúpan a las pendientes rocosas más abruptas de Santo Adriano y Proaza, donde el ambiente seco excluye a sus competidores caducifolios

Bosques sobre una peana

Crecen sobre peanas de piedra caliza que se tuestan al sol: paredes de roca orientadas al mediodía y llenas de grietas y poros que filtran el agua enseguida, lo que resulta en el ambiente seco que necesitan y que excluye a sus competidores del bosque atlántico caducifolio. Las carrascas viven ahí acantonadas, refugiadas, aferradas a su tabla de náufrago. Llegaron desde la España mediterránea aprovechando, precisamente, esa ventaja, infiltrándose en el ámbito eurosiberiano, atlántico, a través de hoces, desfiladeros y valles abrigados a resguardo de los vientos húmedos del mar, donde el clima tiene una marcada influencia continental. El período climático cálido que se registró en el Holoceno Medio, hace unos 5.000 años, les dio el impulso necesario para conquistar sus amplios dominios actuales, que se extienden entre Somiedo y los Picos de Europa, hasta unos 800 metros de altitud. La carrasca es la encina de interior, mesetaria, adaptada al clima continental, de inviernos fríos, por oposición a la encina costera, propia del litoral mediterráneo, que aquí presenta una representación más limitada.

Los carrascales del valle del Trubia cubren buena parte de las laderas de esta cuenca fluvial y la mejor forma de observarlos es seguir la carretera regional AS-228 entre Tuñón (Santo Adriano) y Caranga de Abajo (Proaza), y la AS-229 a partir de esta última localidad hasta el embalse de Valdemurio, entre Caranga de Arriba y Aciera, ya en territorio de Quirós.

La apariencia externa del carrascal es la de un bosque bajo e impenetrable. Y no es una imagen equivocada ni engañosa. Forma manchas densas, apretadas, generalmente de apenas un par de metros de altura, y, salvo que uno sea un jabalí, resulta muy trabajoso adentrarse en su espesura. Tanto que ni siquiera crecen otras plantas leñosas en su interior: el cortejo característico de agracejos, guillomos y cerecillos se dispone en los bordes, donde las carrascas no los asfixian. Sí prosperan en el seno de estos bosques las plantas trepadoras, las lianas, en particular la hiedra y la madreselva, lo que contribuye a "blindarlos" todavía más.

No hay una fauna peculiar de los carrascales, que "mimetizan" la propia de los bosques caducifolios de su entorno; entre las especies más representativas se cuentan la gineta, la paloma torcaz (voraz consumidora de sus bellotas), el mosquitero ibérico (que se ausenta en otoño e invierno), el trepador azul y aves rapaces como el águila real y la culebrera europea, que anidan en la parte superior de las copas de las carrascas, aprovechando tanto la protección que ofrecen estos bosques frente a un eventual ataque desde tierra como su idónea ubicación a modo de pistas de aterrizaje de acceso franco.

A lo largo del valle del Trubia se pueden ver carrascas en las diversas estaciones que ocupa esta especie, desde pendientes laderas de suelos pedregosos, donde limita y, localmente, se entremezcla con bosques mixtos o masas puras de algunas caducifolias, hasta las verticales paredes del desfiladero de Peñas Juntas y los abruptos peñones que se alzan sobre el embalse de Valdemurio, en los que asienta, además, una importante colonia de buitre leonado. La variación afecta también a la estructura y la densidad de las formaciones, pues cuanto más difícil es el terreno, más se aclaran y se abren los carrascales, y más proliferan los árboles solitarios enriscados, cuyos troncos se retuercen y arrastran para aferrarse con firmeza a la roca, adoptando formas inverosímiles.

El verde intenso de las hojas esclerófilas de la carrasca destaca especialmente durante la época invernal, cuando estos bosques son los únicos que no se han despojado de ella (junto con las acebedas y algún pequeño quejigal vecino, aunque en este último caso las hojas que permanecen en el árbol están secas), lo cual hace que sean los más reclamados como refugio por la fauna, que, además, encuentra en ellos los restos de la cosecha de bellota (madura entre octubre y noviembre, y cae aún en diciembre e, incluso, en enero), que resulta un alimento muy conveniente para resistir la invernada. Antiguamente se cosechaba en los pueblos para consumo humano: se comía tostada -tiene sabor dulce, no como la de roble, muy amarga- o transformada en harina para elaborar pan.

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