Hacia 1988 TVE era la única televisión «al servicio de todos los españoles», es decir, no existían las privadas, que arrancaron un par de años después, con el comienzo de la década de los noventa. En aquellos años los profesionales de televisión no teníamos que estar pendientes de la audiencia.

En la programación, entonces, las fronteras entre ficción e información eran auténticos baluartes. De un lado había programas de ficción -películas, teleseries, comedias- y de otro informativos, concursos, magacines, lo que entonces se llamaba programas de entretenimiento. Nadie osaba todavía a trabajar en esa región incierta entre la ficción y la realidad. «Vivir cada día» fue el primer espacio que lo hizo, un programa pionero, el primero en explorar esa peligrosa frontera. Yo trabajaba en este programa. Lo que hacíamos entonces lo llamaban «docudramas», una denominación que a mí siempre me pareció horrorosa. Consistía en contar, a la manera de una película de ficción, una historia auténtica, protagonizada por las mismas personas que habían intervenido en ella.

Pero en «El cadáver del tiempo», el docudrama de Avilés, di un paso adelante en la asimilación de la ficción con lo documental. Un paso adelante ciertamente atrevido. Me inventé un personaje, que encarnó un actor actor. Ese personaje volvía a Avilés, tras largos años de ausencia, al entierro de su abuelo. No ha regresado antes y ha faltado desde los años cuarenta, cuando era niño, en las marismas de la ría de Avilés. Aquel tiempo que está grabado en la memoria del personaje era previo a las obras faraónicas de la Fabricona. El comienzo del docudrama es nocturno. Llega en coche topándose con kilómetros y kilómetros de un paisaje industrial duro y, pese a todo, hermosísimo. Se encuentra con naves, hornos, grandes chimeneas, llamaradas y humos de todos los colores. Todo ello recortándose contra el cielo oscuro y la negra sombra de las montañas.

«Éste no es mi Avilés, me lo han cambiado», pensó el personaje, que no era más que un pretexto para conocer la nueva ciudad. Es decir, un hombre viene de lejos y compara su memoria con el presente.

Creo que me adelanté a la puñetera ley de la Memoria Histórica. Nadie, o casi nadie, osaba a recordar públicamente ciertas cosas en aquellos años. Una década y algo antes de la emisión de «El cadáver del tiempo», para acabar con la dictadura y traernos la democracia que todavía hoy disfrutamos y padecemos, los partidos emergentes habían llegado a algunos acuerdos, los llamados pactos de la Moncloa. En ellos se incluía el compromiso de no exigir reparación alguna por los desafueros cometidos por el régimen aquel innombrable; mejor no meneallo, no vaya a haber sangre.

Creo que lo que se cuenta «El cadáver del tiempo», bien o mal, es una contribución anticipada a lo que hoy llamamos memoria histórica. Pero la verdad es que todo esto lo he reflexionado luego. Y lo pienso ahora, porque entonces, allá por 1988, ni se me ocurrió pensar que, recordando los orígenes de de Ensidesa, estaba transgrediendo un acuerdo tácito de olvido.

Las cosas parecen que han cambiado: podemos recordar públicamente un poco más, aunque no todo todavía. Algo es algo. Sigamos abriendo las puertas, no estemos fuera de tiempo.