De nuestro corresponsal

Falcatrúas

Dicen los viejos de Bildeo que para curar el desánimo, nada como el orujo, un curalotodo que debería administrarse con receta médica, pero no se puede pedir demasiado a los médicos, qué saben ellos. Pues hay que pensar en algo, porque ya nadie mira para nadie, mucho menos se respeta. Los numerosos casos de depresión, angustia, de falta de ganas de vivir tienen su origen en la soledad, que es el mayor patrimonio de los pueblos pequeños.

Un caso parecido al de Genaro, paciente de una crónica anterior, fue el de José Vicente, un paisano que vivió muchos años fuera de Bildeo, pero que al jubilarse retornó y pasó veinte años trabajando como un animal, mientras descansaba, recuperando la casería que había quedado más o menos abandonada arrendada a otros vecinos: limpió los bardonales de todas las fincas, restauró un par de cabañas que habían pasado al sentido horizontal, no paraba. Eso sí, comía a Dios por una pata, porque la energía que derrochaba de algún sitio tenía que salir.

Un día, encontrándose mal, con más de 80 años, fueron él y Elvira, su mujer, a pasar consulta con don Cheluís. El médico reconoció a conciencia a José, que aguantó en paños menores como un jabato.

-Bueno, José, ya está; pase ahí y vístase.

Como quiera que José estaba sordo, y mientras se ponía los aparejos, el médico le fue explicando a Elvira el tratamiento a seguir:

-Elvira, de ahora en adelante, nada de grasa, nada de sal, nada de vino, ni sidra, ni chorizo, ni jamón, ni tocino, nada de nada, que ta la cosa jodida.

José terminó de vestirse, esperó un momento a que Elvira recogiese un par de recetas y, al salir, le espetó a su mujer:

-No sé en qué quedaste con el médico, pero de lo que te haya dicho, ni puto caso; tú a mí sigue dándome de comer como hasta ahora. ¿Entendido?

Capítulo aparte merecen las interpretaciones que los vecinos de Bildeo adjudican a los diagnósticos del médico, todo un diccionario de expresiones estrambóticas apuntadas minuciosamente por don Cheluís, que son motivo de debate permanente por la independencia de Asturias, ya que algunos consideran que esas expresiones de pueblo llano constituyen base suficiente para ser reivindicadas como cultura propia y diferencial, como hacen otras «automanías».

-El otro día -comentaba en Oviedo don Cheluís a sus amigos de tertulia- le tuve que enyesar un brazo a Lelo Ca-Colo, que es carpintero, y me preguntó si tendría que llevar el brazo en «cabritillo» mucho tiempo, porque tenía trabajo pendiente. Y qué decir de Asunción La Braña, una mujer grande como un castillo, que vino con una infección tremenda de garganta que no me gustó nada y le dije que si no mejoraba con la medicación, tendría que enviarla al otorrinolaringólogo. La escuché más tarde explicando a una vecina que estaba malísima y que igual tenía que verla el «laringo-larango».

Por lo general, según la estadística de don Cheluís, lo que peor llevan los bildeanos en la consulta es desnudarse y andar enseñando las «partes pudientes». También tienen metido en la cabeza que las medicinas de la gente tienen que servir también para los animales, así que no le extrañó mucho cuando vio a un paisano dándole Ventolín al perro, porque taba todo afatigáu.

-Lo más simpático -continuó el galeno, que tenía encandilada a la peña- lo heredé de mi antecesor, al que llamaban doctor Sito, como si fuera mexicano, realmente era don Alfonso. Llegó un paisano, Onofre, a la consulta, le hizo un reconocimiento a fondo y le recetó una medicina, con la mala suerte de que el hombre perdió la receta y tuvo que volver al consultorio en la siguiente visita médica. El doctor Sito le echó una bronca del carajo por ser tan descuidado, le volvió a recetar lo mismo, recomendándole que no olvidase nunca ese medicamento, porque lo iba a tener que tomar toda la vida. El pobre hombre lo tomó tan a pecho que encargó unas madreñas pidiéndole al madreñero que grabara en ellas con el dibujador el nombre de la dichosa medicina, que era tan largo que necesitó de ambas madreñas para escribirlo entero. Al mes siguiente, llegué yo al pueblo para sustituir al doctor Sito, que había conseguido una plaza de prestidigitador en la Laboral, y entra Onofre a pedir su receta. Cuando le digo que le voy a cambiar el medicamento por otro mejor, veo al paisano derrumbarse en la silla, completamente abatido.

-¿Qué le pasa, Onofre?

-¡Cagüen la leche que mamé! Acabo de estrenar estas madreñas y, ahora que me cambia usted la receta, voy tener que encargar otras nuevas para que no se me olvide el nombre de ese otro medicamento.

Si quieren ir al meollo: www.bildeo.org.

Seguiremos informando.