No hay xenofobia en esto, ni siquiera reminiscencias del peligro amarillo que presentía en la infancia leyendo las delirantes novelas de Fu-Manchú, de Sax Rohmer, pero los chinos me siguen pareciendo, a simple vista y por los acontecimientos, tan inextricables como inquietantes. No los he tratado apenas y, aunque lo hubiese hecho, diría aquello de Churchill cuando le preguntaron qué opinaba sobre los italianos y respondió: «No sé, no los conozco a todos». Conocer a todos los italianos resulta bastante complicado, pero hay una imposibilidad manifiesta si se trata de los chinos, incalculables teniendo en cuenta los que viven en la llamada República Popular, los que lo hacen en la Disneylandia china, Hong Kong o Singapur, aquellos otros que permanecen aislados en Taiwán y el resto diseminado por el mundo.

La caña de azúcar nunca es buena por los dos lados. Existe una resignación china más allá de cualquier lógica pesimista que lleva a todo un pueblo a sobrevivir razonadamente, no razonablemente, en una sociedad donde el progreso se dispara, a veces de manera brutal, sin tener en cuenta al individuo y su circunstancia. El chino mira ilusionado la presa de las Tres Gargantas en el Yangtsé y el «lago» de 600 kilómetros sin apenas inmutarse por el drama humano que supone desplazar a millón y medio de personas. El sabor agridulce no es sólo una característica de su cocina.

Muchos chinos asocian la democracia con el desorden. Sólo un jefe supremo o un emperador puede garantizar al pueblo alimento y descanso, piensan. Y no son únicamente los que lo piensan los dirigentes perturbados por la influencia de la llamada Revolución Cultural, sino también muchas otras personas inseguras y desconocedoras de lo que supone vivir en libertad. Pero también son muchos los rebeldes chinos que claman por la libertad. Lo cuenta Ian Buruma, profesor de la cátedra Luce en el Bard College de Nueva York, experto en Asia y articulista en «The New York Times», «Newsweek», «The Spectator», «Le Monde» y «Die Zeit», por citar sólo algunas de las prestigiosas publicaciones en la que ha aparecido o aparece su firma.

Buruma ha escrito una gran historia de rebeldes chinos que nos permite conocer la revolución pendiente de la libertad en un mundo de déspotas. Pero para explicar la disidencia empieza por detenerse en la complacencia o en la resistencia frente a las libertades.

Cuenta el escritor de La Haya cómo un jugador empedernido, con deudas, al que sacan de la cárcel por medio de una fianza, se queja de las desventajas de la democracia, a la que culpa de su suerte pésima. Ha estado en una celda democrática, explica.

Y lo que sigue es la explicación: «¿Una celda democrática? Bueno, dice el hombre, la cosa va como sigue: en casi todas las cárceles, cada celda tiene un jefe y éste tiene a su jerarquía de secuaces. El jefe es el que come mejor que nadie, duerme en el mejor sitio y, cuando quiere mirar a las prisioneras por un agujerito que hay en la pared, sus compañeros de celdas han de auparlo, a veces durante horas, hasta que ceden bajo el peso. Pero por arduo que parezca, es un apaño que al menos tiene su orden. Cada cual come lo que come. Tiene tiempo para lavarse la cara y orinar. Es incluso posible que pueda descansar un poco. Esa disposición es mejor que la de la celda democrática. La democracia se da cuando no hay un jefe de celda. Los internos luchan unos con otros como si hubieran enloquecido. Todos quieren ser el jefe. Se deshace la unidad. Hay una guerra de bandas: los cantoneses contra los de Sechuán, los del Nordeste contra los de Shanghai. Es imposible conciliar el sueño. Es imposible asearse. Te entran los piojos. A veces incluso te matan». Son suposiciones, como escribe Buruma rescatando esta secuencia de la vida en una prisión rural de la novela «Diccionario de Maquiao», de Han Shogong,un intelectual perseguido en tiempos de la Revolución Cultural. Siempre hay una gran muralla en China que protege de la libertad, concluye el autor holandés.

La encendida ola de protesta en el mundo libre contra la represión china en el Tíbet está apagando en muchos lugares la llama olímpica. Pero esta manifestación en favor de los derechos humanos y en contra de un régimen totalitario que anima a compartir el desarrollismo o el progreso con la falta de libertad tiene su punto de partido moderno en la plaza de Tian Anmén entre la noche del 3 y la madrugada del 4 de junio de 1989, cuando un número indeterminado de personas fue masacrado por los tanques, al lado del Monumento a los Héroes y en medio de una protesta estudiantil.

La figura de Chai Ling, la muchacha que guiaba a la multitud con un megáfono, dio la vuelta al mundo. Lo mismo que la del joven que intentó parar el tanque en la avenida Chang'an. Ella, con un discurso emotivo y aquella lágrima resbalando por la mejilla, animó a cientos de personas a declararse en huelga. En Hong Kong, ese mismo año y coincidiendo con la ley marcial declarada en Pekín, cientos de chinos salieron a la calle desafiando un temporal para pedir libertad. Cuenta Buruma que ocho años más tarde de aquello volvió a llover a mares en la antigua colonia británica, cuando al príncipe Carlos las gotas de agua le resbalaban por la gorra y le repiqueteaban en la nariz, durante la entrega de la plaza a China. Tengo que admitir que la vez que estuve en Hong Kong, antes de estas dos secuencias, también llovía sin descanso. Los tifones se solidarizaban con el llanto de los hermanos vecinos.

Gran libro, el de Buruma, para despejar inquietudes.

Bibliografía

«Elementos perniciosos» (Historia de rebeldes chinos, desde Pekín hasta Los Ángeles). Ian Buruma. Península.