De nuestro corresponsal,

Falcatrúas.

(Primera parte de lo que seguirá el próximo lunes, si insisten)

Para los sufridos bildeanos, perder la ferramienta bucal no dejaba de ser un proceso tan natural como la aparición de los primeros dientes, y lo fueron asumiendo a lo largo de los siglos sin mayor problema. Esa primera manifestación de deterioro físico era consecuencia de la edad, los hombres ya envejecían al venir de la mili y las mujeres al tener el primer chiquillo, notándoseles más a ellos, que eran más voceras, mientras ellas disimulaban mejor sus carencias.

Otra causa de pérdida de la piñata era la violencia, fuese por hostiazos de romería o por arrancamientos forzados. Las trifulcas en la fiesta patronal formaban parte del paisaje festivo, como el campeonato de bolos, la misa o la pareja de la Guardia Civil. Comenzaban por cualquier bobería, con la tensión flotando en el ambiente, salían a relucir todos los agravios pendientes de resolver entre los contendientes a lo largo de generaciones, ya saben, haber eludido responsabilidades de preñeces solteras, herencias injustas, finsos que se movían de noche misteriosamenteÉ Esas deudas pendientes solían arreglarse cayada en mano y la chaqueta enrollada en el brazo de escudo.

Pero pongamos que un rapaz tenía un dolor de muelas que lo estaba volviendo loco: como no había otra solución, dónde estaban los médicos hace cincuenta, cien años, se incrustaba al paciente de espaldas contra las l.latas de una carril, con dos o tres paisanos sujetándolo de brazos, cabeza y piernas desde el otro lado, mientras un experto, normalmente ferreiro o carpinteiro, con unas dentuces, una especie de tenaza al efecto, parecida a la de alambrar los gochos, le arrancaba la pieza de la mismísima alma aballándola en todas direcciones para aflojar las raíces, como si de un piorno se tratara.

Sabido es que en los pueblos a un mozo sin domar, por afinidad, se le llama becerro, mula parda, potroÉ Algún animal de éstos, a la hora de arrancarle una muela en tales condiciones, rompió los maderos donde lo tenían trincado, ximielgó a los que lo agarraban y embistió al dentista ocasional. Desde entonces, las consultas para la extracción de muelas se atendieron en el potro, ese artilugio camisa de fuerza donde la mula con más zunas pierde las coces a la hora de ferrarla.

La invasión de las dentaduras postizas fue lenta, al igual que los puentes y los acueductos bucales. Alguno con parentela en Madrid, incluso en Oviedo, si tenía la desgracia de pasar una temporada con la familia, regresaba al pueblo con las portillas tapiadas, tratando de imitar a los indianos, que ya hacía muchos años que venían con el focico abierto, enseñando las piezas de oro, como si fuera el escaparate de un joyero. ¡Cómo lucían aquellos tesoros a la luz de los candiles de carburo!

La gente aldeana suele traducir a lenguaje coloquial las cantidades reguladas por el sistema métrico; nadie habla de quilates. A la vista de unos dientes de oro en las fauces de algún visitante ilustre, lo normal es oír:

-¡Vaya pareja bueyes que se compraban con esos cachos de oro!

Lelo Ca-Colo, el carpintero de Bildeo, heredó la maña de su padre, Colo Ca-Lelo; toda la dinastía fueron Cacos y Lelos. Empezaron arreglando dientes de garabato y vieron que no eran muy diferentes unos dientes de otros, si acaso algo más juntos. ¡La de dentaduras de madera que habrán salido del taller de esta dinastía a lo largo de sesenta años!

La técnica consistía en sacar un molde de las encías con masilla, o con barro, dejándolo endurecer en la boca un par de días. Luego, estocinaban en madera de raíz, apropiada para que los dientes agarren, hasta tallar dos piezas arqueadas con una canaleta para encajarlas en las encías, manteniéndolas en su sitio, más o menos, a condición de estar callados sus portadores; en cuanto decían algo, ya se tenían que agachar a pañar los cachos del suelo. Inicialmente, practicaban con gubia unos alojamientos donde encajaban piezas de animales muertos, gochos generalmente, pero la gente hacía chistes del asunto. Probaron con dientes de caballerías, pero los portadores, sin poder apear la sonrisa, no conseguían hablar en serio y todo se volvía cachondeo. La línea animal del invento quedó desechada.

Acabaron dibujando los dientes a lápiz, al gusto del consumidor, luego los esculpían, quitando a formón y a punta de cuchillo la madera interdental, y remataban la jugada con barniz blanco. Si las carrilleras no encajaban bien, se apretaba la cabeza del cliente en el torno de banco hasta que fueran al sitio, unas veces cedían las mandíbulas y otras, la dentadura. En caso de resultar la cara deformada, se entendía que formaba parte de la fealdad del paciente. Se limpiaba el invento con palillos, como ahora, y lija de agua.

Seguiremos informando.