Laus Deo!, o «¡coño, qué bien!» en lenguaje ordinario, esto de que uno exprese una opinión, comente una noticia, omita que se le derrame algo del vacío que contiene su caletre y se alce otra pluma contemporánea al lado, para compartir, disentir, convenir o renegar. Y eso hizo el otro día este lujo literario de La Nueva España, Luis M. Alonso, poniendo casi cotidianamente la lanza esclarecedora en la herida abierta o quizá sólo entornada.

Los periodistas -término que se ha extendido y corrompido en grado sumo- somos gente privilegiada, por el acceso a los medios de expresión, algo limitado por su propia naturaleza. En nuestra fuerza y poderío van envueltas la debilidad y la miseria. Más de una vez he contado la anécdota vivida cuando yo era un joven redactor de un buen periódico de la tarde, el «Madrid», que pasó de mano en mano y terminó entre gentes afines al Opus Dei que tomaron la decisión de volarlo y vender el solar. Antes, los competentes servicios de la dictadura hicieron algo muy poco ejercitado: eliminar la cabecera del registro de empresas periodísticas, o sea, lo cerraron. El motivo, que algunos ancianos colegas recuerdan, fue un artículo en el que se instaba al general Franco a que hiciera lo que se vio obligado a realizar el general De Gaulle: irse a su casa, recomendación que suele ser mal recibida por los dictadores. La cuestión es que el director y propietario de aquel periódico, un murciano llamado don Juan Pujol, se enfurecía ante cualquier errata o defectuosa información y siempre recordaba al periodista la obligación de saber de todo. «Y si no lo sabe -gritaba-, que lo consulte en las enciclopedias».

O sea, que por la boca muere el pez y por la pluma el plumífero. La sucesión de los días borra el efecto de cualquier metedura de pata que, además, se puede rectificar, si tenemos la memoria y la humildad de hacerlo.

Yo decía que muchas lenguas acaban muriendo, como el acabar es destino de todas las cosas. Y que desde los orígenes han pasado al estadio de lenguas muertas infinidad de jergas con las que muchos antepasados llegaron a entenderse, odiarse, amar y hacer comercio. Pasa el tiempo y otra lengua bárbara toma el relevo y se apodera del cotarro. El ejemplo por el que he sentido mayor debilidad ha sido el idioma francés, que se convirtió en la lengua culta de Europa y en el medio natural de expresión, tanto en la corte inglesa como en la moscovita. La inteligencia pensaba en francés y el inglés sólo lo hablaban los representantes de las máquinas de coser Singer, para venderlas a los caciques africanos, súbditos de la imperecedera Victoria, reina de los ingleses y emperatriz de medio mundo.

Con certero diagnóstico, mi estimado colega y amigo, Luis M. Alonso, amén de una cariñosa colleja, vierte una verdad como un templo, o un estadio de fútbol, como quieran. Dice que «la puñetera inmersión lingüística sirve para hacer más ignorantes a los inmersos y para poner diques al conocimiento especializado». Tiene toda la razón y así ocurrió siempre. Al latín de Cicerón, de César, Virgilio, Catulo y toda la prodigiosa patulea, siguió el bien llamado «latín vulgar», que no era latín ni era otra cosa, pero que echó los cimientos y robusteció una lengua que, para andar por casa, tenían los aldeanos riojanos y de otros lugares. O sea, que el origen de un idioma es, casi siempre, modesto y cuestionable y se alza sobre la ruina de otro o de otros.

También a mí me parece incorrecta la inmersión, porque es un mestizaje a la fuerza, es la violación de un entendimiento por un tercero más fuerte o más bruto. Lo que se alcanza, de no andar con tiento, es la corrupción y la confusión del lenguaje. Me ha llenado de satisfacción percibir en lo dicho por mi compañero de página una identidad de criterio, al pensar que las lenguas inevitablemente pasadas al catálogo de inservibles deben ser tratadas por expertos especialistas, y no transmitir, de cualquier forma, algo ya obsoleto, por conveniencias o sentimentalismos todo lo legítimos que se quieran.

Cuando varios mundos muy definidos se tropiezan siempre surge una jerigonza bastarda que suele ser analfabeta. En la encrucijada del Caribe fue de utilidad el «pichinglish», que ha llegado casi a suplantar al castellano. Me mostraban, como ejemplo, el titular de un periódico dirigido a la comunidad «hispana» en los Estados Unidos: «Tinajera rapeada», que, traducido, quería decir veinteañera violada. En otro lugar del mundo, la esquina cuya punta de lanza es Alejandría, algunos traficantes callejeros de divisas -en otro tiempo actividad lícita- se comunicaban entre sí las fluctuaciones de las monedas, según el cargamento de los barcos recién arribados, en un «patois» muy curioso: el castellano antiguo, el que hablaban los judíos en tiempos de su expulsión por los Reyes Católicos, que los demás no podían descifrar. Eran germanías específicas, conservadas para enmascarar el sentido de las palabras. Lo mejor que puede decirse de las lenguas que se utilizan es su capacidad para crecer, propagarse y ser viático de cultura y hermandad. Como toda actividad humana, tienen una vigencia y poco o nada puede hacerse para resucitar su muerte natural.

Es imperativo, necesario, decente, conservarlas en su pureza y en sus desinencias, tal como ha sido en momentos de esplendor. El brillo de un idioma no se consigue frotando los asientos docentes con el fondillo de los pantalones. Creo que, precisamente, sostener esta posición significa -al menos así lo siento- el homenaje y el amor a lo que ya ha pasado y forma parte de lo que estamos viviendo. No entro en la necedad que Luis M. Alonso glosa referente a la exigencia de que los médicos sepan el vascongado como mérito supremo. Si yo fuera doctor en aquella tierra, no me preocuparía: escribiría las recetas con la grafía tradicional e incomprensible de los médicos, descargando en el farmacéutico la labor interpretativa. Pondría lengua a la escarlata y quizá propinaran un tratamiento eficaz contra la escarlatina, en caso de que fuera la afección.

Para acabar: mil perdones por la desfachatez de tratar de todo sin saber mucho de algo.