Fue a mediados de los años cincuenta del pasado siglo cuando conocí personalmente a Miguel Delibes, a quien yo, como primer director de la Casa municipal de Cultura de Avilés, había invitado a pronunciar una conferencia en nuestra ciudad. Miguel llegó a Avilés acompañado por Emilio Alarcos, entonces catedrático en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo y amigo de Delibes desde hacía varios años. Aquella noche cenamos juntos, en Avilés, Delibes, Alarcos y yo, y recuerdo que fueron unas horas inolvidables para mí, por la simpatía, la cordialidad y lo que decían aquellas dos personas, Delibes y Alarcos, verdaderamente excepcionales, tanto uno como otro, con las que tuve la fortuna de compartir aquellas horas, cenando y recorriendo, después, los rincones más bellos de Avilés, que tiene unos cuantos, por cierto. Uno y otro se interesaron mucho por conocer cómo se iban adaptando a la vida de nuestra ciudad -una pequeña ciudad, aparentemente tan tranquila, tan recogida en la noche- aquellas personas que llegaban en tropel de todos los rincones de España, para trabajar en las obras de la empresa siderúrgica que se estaba instalando entonces en Avilés. Ciertamente, Avilés era entonces un hervidero de gentes que llegaban a diario, unos venían de Galicia, otros de las dos Castillas, otros más de Extremadura, de Aragón o de Andalucía, y que los domingos deambulaban de un lado para otro, o bien se acercaban a San Juan o a Salinas para ver las playas. Avilés comenzaba entonces su gran transformación, al pasar de ser una pequeña villa, de apenas 20.000 habitantes en todo el término municipal, en la que casi todos nos conocíamos, a una ciudad cercana a las 100.000 personas, con todos los problemas que representa una transformación tan rápida y en unos años en los que en España faltaban tantas cosas.

Miguel Delibes ya había escrito en aquel tiempo algunas de sus obras, tales como «La sombra del ciprés es alargada», «El camino», «Mi idolatrado hijo Sisí» y «Diario de un cazador», pero aún le faltaba escribir unas cuantas más, entre las que yo destacaría «La hoja roja», «Cinco horas con Mario», «El disputado voto del señor Cayo», «Los santos inocentes», «Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso», «La mortaja», «La parábola del náufrago» y alguna más que no recuerdo ahora. Independientemente de su extraordinaria obra literaria, Delibes fue catedrático de Historia del Derecho en la Escuela de Comercio de Valladolid y director, durante varios años, del diario vallisoletano «El Norte de Castilla», habiendo realizado una intensa labor periodística a lo largo de toda su vida. Con un estilo sobrio y llano supo reflejar con gran fidelidad la vida de la ciudad y del campo castellano.

Descanse en paz esa buena persona que fue siempre Miguel Delibes.