Entre gestos epilépticos iba fraguándose la supuesta democracia en España, de lo que no había precedentes, pues los cinco años de la II República fueron convulsos, inestables y torpes. En medio de una general desorientación improvisadora tiene lugar, entre otros muchos, un acontecimiento importante, en el mes de febrero de 1981, durante el período final del gobierno de Adolfo Suárez: el golpe, cuyo protagonista público fue el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero Molina.

Mucho se ha dicho de aquella jornada y espero que la posteridad me agradezca no haber escrito el libro correspondiente, como testigo presencial. Tenía una acreditación en el Congreso, como representante del semanario «Sábado Gráfico», que dirigía y era de mi propiedad. Con el cambio político quise conocer por dentro aquellos lugares y en el palco reservado a la Prensa, a la izquierda de la Presidencia y mis compañeros, algunos antiguos colaboradores me habían cedido la única silla, entre dos bancadas. En ella estaba, aburrido, cuando comenzó la votación nominal de investidura para Leopoldo Calvo Sotelo. «Esto no tiene interés, me largo», dije para mis adentros; me levanté dispuesto a abandonar la sede. En el amplio Salón de los Pasos Perdidos, tropiezo con un conocido, Aguirre Borrell, diplomático, director general de algo, a quien conocía superficialmente; era tío carnal de Esperanza Aguirre. Charlábamos cuando se escuchó un tráfico desacostumbrado de gente, un tropel que franqueaba las puertas cerradas del hemiciclo. Segundos después, escuchamos los disparos y, por un instante, pasó por la mente de muchos que se trataba de un asalto de la ETA.

Hombres del benemérito cuerpo de la Guardia Civil conminaron a cuantos nos encontrábamos allí: «¡Todo el mundo al suelo!». Yo estaba apoyado en la pared y me deslicé hasta la alfombra. Aguirre, hombre entrado en carnes, se aplastó como pudo y durante un rato tuve ante las narices una de sus pantorrillas, gruesa y blanca, que, no sé por qué, me recordó una gran lubina cocida. Los guardias se cruzaban en aquél gran hall, unos de uniforme, de paisanos otros, abrazándose como conjurados. Aparte de eso, ni un sonido, lo que hizo más relevante el vozarrón que desde el lugar donde se encontraban las cabinas telefónicas de la Prensa decía: «No quiero que nadie me moleste, si no es desde Capitanía, en Valencia». Le pregunté al director general, ¿quién hay allí? Me respondió: «Miláns del Bosch».

En ese momento, cruzó la amplia estancia un uniformado al que acompañaba otro con la metralleta empuñada. Me incorporé de un salto, pues había reconocido al cabecilla por los retratos de la Prensa, meses antes: «Mi teniente coronel -le espeté a su paso- soy de "Sábado Gráfico" y querría saber?» Me interrumpió sin aliviar el paso: «Lo que tiene que saber lo puede hacer desde ahí», señalando la bancada tapizada en rojo que recorría el salón. Allí fui a sentarme, mejor que en el suelo, junto a un paisano, con traje marrón, que se miraba la punta de los zapatos: no era diputado, ni periodista y le pregunté por su origen: «Soy un escolta. Nos han desarmado al entrar. No tengo idea de lo que pasa».

La nueva posición estaba junto al bar, una de cuyas paredes, recubierta por una enorme cortina, era la puerta principal del Congreso, que da a la Carrera de San Jerónimo y se abre al inaugurar legislatura. En aquel bar confraternizaban periodistas y diputados y muchos de estos aprendían el nuevo oficio gracias a las enseñanzas de mis colegas. Me deslicé hasta aquél lugar acogedor, sorteando a un sargento con el arma cruzada sobre el pecho y le pedí permiso para que aquello funcionara. Algo sorprendido asintió y arengué a los camareros y barmans para que sirvieran lo que fuese, «pagando, por supuesto», añadí. Incluso, algo nervioso y queriendo dar coba al sargento, sugerí que bebiéramos «pippermint», como homenaje al uniforme de la Guardia Civil. La verdad es que, al menos a mi, me tranquilizó que fueran ellos y no unos terroristas etarras.

Nada sabíamos de lo que estaba pasando en el salón de sesiones. A mi lado, bebiendo una copa, el joven jerarca socialista Chiqui Benegas, que sólo era diputado foral y no había encontrado sitio entre los escaños, ocupados hasta el «overbooking» por senadores, miembros del Gobierno, cargos públicos, diplomáticos y demás. Al cabo de hora y media o dos horas apareció un guardia para informar de que quienes fueran periodistas o visitantes nos podíamos marchar. O no corría o no era consciente de correr peligro alguno, pero sí Benegas y le dí mi DNI, por si le podía servir. Era hombre joven con aspecto aún más juvenil, de ahí su sobrenombre, y yo ya pasaba de los sesenta, pero salió con nosotros, en la ignorancia de lo que conocía toda España por la Televisión, que se escenificaba un golpe de Estado novedoso por dos circunstancias: no se había hablado de él en los cafés y casinos y un teniente coronel se había tomado en serio su compromiso y había secuestrado a la clase política más destacada del país.

A la puerta, las tanquetas invasoras echaron de las inmediaciones a todos los automóviles con conductor, entre ellos el mío. Por comodidad, había dejado el abrigo dentro, custodiado por mi chófer y me causó mayor ira que el golpe de fuerza estar sin abrigo aquella gélida noche de febrero. Para contar esto no era necesario un libro y repito que no se me agradece lo suficiente haber desistido de ello. Ese tipo de relatos lo realizan mejor los que no han estado en el ajo. Si son extranjeros mejor, así aprendemos.