Lo dijo Galileo Galilei: «E pur si muove», rebulle algo en el estancado asunto del Niemeyer, del que nos habíamos apartado hartos del tema. Por ahora se trata de un gesto fallido, el mausoleo de un buen puñado de millones y la presuntuosidad de los políticos locales. Incluso reconociendo la buena fe hay que convenir en que el fruto de tanta expectativa ha sido raquítico y, sin embargo, carísimo y mediocre.

La autoridad municipal se ha batido bravamente el cobre en dos frentes; por un lado, la firme negativa a enseñar las cuentas, y de otro, la defensa a ultranza del director del centro, que parecía el último ser sobre la tierra para desempeñar esas funciones, inéditas en la margen izquierda de la ría. Entre alcaldesas anda el juego porque la sobrevenida en Madrid, Ana Botella, ha seducido al señor Grueso y se lo lleva para pastorear los teatros capitalinos, por un puñado de dólares. Se le concede de buen grado la valía a este ciudadano, que tiene detrás el patroneo de los premios «Príncipe de Asturias», aunque se pueda pensar que cualesquiera galardones literarios sólo dependen del criterio y la honestidad de los jurados. O sea, sin embargo, se mueve. Las secuelas políticas y el eco que precisan podrían atribuirse a las oficinas de protocolo, que supongo existen dentro de la burocracia del Principado.

Es una de las claves del poder, con la que transigimos los ciudadanos, como imbéciles que somos. En una organización lógica, si los concejales, consejeros, ministros y viceministros echan mano de personal ajeno a las nóminas oficiales, sería coherente que el cargo fuese gratuito y que el peculio general se aplicara a disponer de servicios extraños y competentes. Pero aquí no sólo nadie renuncia a un centavo, sino que nada más llegar a la poltrona el primer gesto reflejo es el de subirse el sueldo. Ocurre, generalmente, a todos los niveles, y eso nos ha dado la Administración más costosa del universo, comparándonos a cualquiera.

Un cargo público exige la presencia de colaboradores y no sería descabellado aventurar que, algún día, el bombero, el policía de tráfico o el encargado de las alcantarillas -dignísimos funcionarios- reclamen un gabinete con su jefe y adláteres. Lo que comentamos de la regidora avilesina vale lo mismo para la madrileña, que ha extendido los tentáculos con este sorprendente rapto del experto en el Niemeyer. Es curiosa la tendencia a lo que se llamó «mal de piedra» de los príncipes, que nada tiene que ver con las incomodidades fisiológicas que adolecen las posaderas largamente instaladas sobre el granito. Es el granito, el mármol, el bronce, los edificios y monumentos de la irreprimible megalomanía del poder. No hay alcalde que se resista a inaugurar un polideportivo, una rotonda, un puente -como aquel edil ruso al solicitar un puente para el pueblo que no tenía río- y perpetuar su insignificante memoria.

La villa de Avilés encierra bastantes lugares y piezas arquitectónicas respetables, hermosas, con solera y, la verdad, maldita la falta que hacía un museo donde no se sabía lo que iba a contener. Esto dicho con el mayor respeto hacia el señor Niemeyer y conmiseración hacia quienes creen que ha salido gratis. Llegué aquí para quedarme antes de que se planteara esa construcción, así que soy tan veterano como cualquier nativo. A toro pasado, yo hubiera acondicionado la ribera, levantando, como un bosque de lanzas, más altas chimeneas en memoria del cambio que sufrió aquella recoleta, elegante y levítica ciudad. No encuentro cosa más bella y decorativa que esos mástiles de ladrillo, en un terreno salino y que, además, no soltaran humo. Se ha arrasado la factoría que alteró el equilibrio de la región, pero no se nos han bajado los humos, ya que, contemporánea con el centro cultural, alzaron otras fábricas de mefíticas emisiones, que contaminan el oeste de la ciudad y mi propia guarida en Salinas.

No creo que la propia esperanza de vida llegue hasta el día en que, por fin, se rindan cuentas de los gastos que ha producido el Niemeyer, contradiciendo -siempre pasa igual- las promesas de que iba a ser una fuente de riqueza. De momento está costando un pico y la yema del otro. Para gobernar estos inventos hace falta muchísimo dinero, puestos dirigentes muy bien dotados, lugares de trabajo para hacer entre doce lo que puede realizar uno y debería llevar a cabo un funcionario ya retribuido. Cuando algún político anuncia obras suntuarias que traerán dinero, llamen a la Guardia Civil, siempre encontrará algo delictuoso que achacarles.

Volvemos a la proliferación de zánganos y, lo que es más lamentable, zánganos estériles con lo que desnaturalizan su propia existencia. Cúbranse de crespones los ahuevados recintos rianxeiros -a lo gallego- por la fuga de don Natalio, a quien felicitamos porque, por ahora, parece tener la pitanza asegurada y no en el alero. Supongo que comentará con deudos y amigos el cambio de situación, empleando una frase castiza madrileña: «Estamos, como quien dice, cerca del Circo de Price», esa institución que falta allí desde hace más de medio siglo, pretenden resucitar y sea para bien. Caso cerrado o, al menos, entreabierto para resolver un enconado problema que solapaba los que nos muerden de verdad. Todo lo que se nos ocurre aportar en esta sorprendente situación lo hacemos retorciendo refranes: «A gerente que huye, cebada al rabo», dicho sea sin ánimo de molestar.