En Andalucía les tocaba, pero en Asturias héteme aquí que también estamos en una nueva campaña electoral. Desde aquí no sabemos bien cómo andan los ánimos del personal por los reinos históricos de Córdoba, Sevilla, Jaén, Granada y Algeciras, que hoy forman la taifa constitucional que, gracias a ese renegado llamado Blas Infante, se denomina Andalucía. Pero sí percibimos con nitidez lo que aquí, en la cuna de España, se nos presenta. Todo indica que el común, en uno y otro lugar, está hasta los mismísimos, lo que no es nada de extrañar.

Salvo pintorescas y muy minoritarias excepciones, todos los partidos que se presentan, pero, oiga, que todos son todos, nos venden la misma cantinela. Todos prometen dedicar su máximo esfuerzo a la educación, a la sanidad y a los servicios sociales. He ahí la Santísima Trinidad que, una y trina, constituye el artículo de fe del Estado del Bienestar, que nadie osa cuestionar so pena de herejía.

Con tales premisas, es imposible encontrar la más mínima diferencia ideológica entre los partidos que concurren a las elecciones. La decisión de votar por uno o por otro, necesariamente, ha de adoptarse teniendo en cuenta otras circunstancias, por lo general más bien personales, hereditarias o simplemente viscerales. Así, hay quien vota a esta u otra sigla porque piensa encontrar acomodo o soldada, si es que gana, por haber apostado a ser subalterno o lameculos de éste o de aquél. Otros lo hacen simplemente porque su padre o su abuelo siempre votaron a tal partido, como quien hereda una finca en el pueblo. Por fin, los hay que sus fobias, completamente irracionales, a determinadas opciones les impiden cambiar de criterio bajo ninguna circunstancia. Ninguno de ellos se plantea que, en el fondo, son lo mismo. La verdad es que todos defienden el Estado del Bienestar, que es esa cosa que inventaron, ya en el siglo XIX, el mariscal Bismarck, en la práctica, y el papa León XIII, en la teoría con su encíclica «Rerum novarum»; que implantaron las dictaduras fascistas, en el siglo XX, y las democracias burguesas, en la posguerra, y que hicieron suya con entusiasmo de novicio los partidos socialdemócratas, tras el abandono del marxismo, en el congreso de Bad Godesberg, en 1959, y los adláteres, con el eurocomunismo, a partir de 1970.

Ante un pensamiento político tan uniforme, resulta difícil decidir, si uno no tiene intereses personales inconfesables, cargas hereditarias o fobias irresistibles. A una persona razonable sólo le cabe aventurarse por los senderos de las candidaturas que orbitan extramuros o, si no se atreve a romper la rutina de lo políticamente correcto, decidirse entre las mayoritarias por simples detalles. Ejemplo notable de éstos es el que nos ha ofrecido el PSOE andaluz en esta campaña, cuando repite cansinamente en todos sus mítines que quiere una enseñanza de calidad. Un cartel electoral de ese partido, literalmente, dice: «Elije el camino hacia tus derechos». Sí, «elije», así con «jota», o sea, con falta de ortografía. Es obviamente un detalle de la ínfima calidad de la enseñanza que puede brindar quien tal proclama por escrito a la ciudad y al mundo. Salvo que se entienda que es una invitación intencionada a que el personal que no tiene el voto cautivo por ningún partido no les vote, porque no quieren gobernar más, que puede ser, que hacerlo tantos años es muy cansino.

Aquí no ha sucedido cosa tan sonora, que todos andan a medio gas. ¿Será también porque, en realidad, ninguno quiere ser «elejido»?