Escribir artículos de opinión, aunque no lo crean, entraña un riesgo. Temas para opinar hay muchos pero, a veces, nos dejamos llevar por esa cercanía que imaginamos con el lector y, creyendo que estamos en confianza, comentamos cosas por las que luego tenemos que pedir disculpas a nuestra pareja. Con todo, no me resisto a contarles que el otro día advertí a mi mujer de que, tanto ella como yo, hablamos cada vez más con el gato. Y, el gato, que es muy suyo, pasa de nosotros y se sube a un armario para perdernos de vista.

Quiero aclarar, no obstante, que la observación no iba en el sentido de si debíamos adoptar una estrategia conjunta para hacer frente a los desaires del minino engreído. Tampoco porque piense que hablar con los animales sea síntoma de estar peor que una chota. Hablar con un gato se acepta como lo más natural, es tan sencillo que cualquiera lo puede hacer. Ahora, otra cosa es que te entienda.

Mi propósito no era ese. La advertencia era una disculpa para abordar nuestra relación con las máquinas, con las que también solemos hablar aún a sabiendas de que no recibiremos respuesta. Lo cual, por su parte, parece lógico porque cuando les dirigimos la palabra suele ser para echarles la bronca.

Pues bien, aquello de que hablábamos mucho con el gato lo dije para llamar su atención en el sentido de que debía ser la tercera o la cuarta vez, en un mes, que la sorprendía hablando con un robot, de esos que van, solos, por casa quitando el polvo. Un robot al que le echa unas broncas que no se imaginan.

¿Y tú? ¿No hablas tú con el ordenador? Contestó enfadada. Llevaba razón. Ahora menos pero si que es verdad que tengo llegado, incluso, a insultarlo. Fue cuando aquello que empezabas a escribir y te preguntaba: ¿Puedo ayudarle, va a escribir una carta? Vete a la mierda, a ti que te importa, decía, levantando la voz, al sentirme observado igual que cuando curioseas por unos grandes almacenes y notas que un empleado sigue tus pasos.

Comento esto porque creo que nuestra relación con las máquinas, y con los animales, va en aumento mientras disminuye la relación con las personas. También es cierto que hay máquinas y máquinas. Yo jamás le dije nada a la nevera, la lavadora o el lavavajillas, sobre todo porque son aparatos discretos, que suelen ir a lo suyo y no acostumbran a darnos la vara.

La conclusión a la que he llegado es que, aunque les hablemos, es preferible que ni los animales ni las máquinas nos respondan. No se imaginan lo que detesto que me salude el surtidor de gasolina, confirmando que elegí súper, o que me de las gracias la expendedora de tabaco. Detesto, todavía más, hablar con el contestador de las compañías telefónicas o con cualquier servicio de consulta o reclamación. Pienso que tiene menos sentido que hablar con el ordenador, o con la máquina que limpia el polvo. De acuerdo que ninguna te hace caso pero es que los servicios de consulta o reclamación, además de no hacértelo, te tienen al aparato como un gilipollas y hasta se permiten darte ordenes. Pero conmigo no juegan. Yo, cuando oigo: repita alto y claro el motivo de su consulta, siempre les digo: Que se ponga tu jefe, que va a oírme.