Dudo que el Gobierno de Zapatero pase a la historia, ni siquiera como el peor de los conocidos, pues ya se sabe que no hay cosa mala que no pueda empeorar. Quizá por haber dado el gran paso planetario de legalizar el matrimonio entre homosexuales, cosa de ellos maldecirle cuando el asunto vaya mal. Observo como una constante la memoria selectiva de la izquierda, que sólo retiene acontecimientos ventajosos y olvida los tropiezos, derrotas y fracasos. Muestran un empecinado interés en acabar con los símbolos del adversario político a costa de falsear la historia, persiguen los rastros contrarios, desde las banderas hasta las personalidades. No les importa que en el País Vasco se glorifique a un miserable asesino envileciendo una calle con su nombre, pero experimentan un orgasmo mental al trasladar la estatua ecuestre de un militar que les tundió los lomos. Es curiosa la pasión con que vilipendian al enemigo, achicándole, negándole cualquier cualidad positiva, con lo que el resultado de la Guerra Civil fue la derrota de un poderoso y heroico ejército republicano, aplastado por un mediocre general que no sabía ponerse las botas. Es como si los hinchas del Real Madrid o del Barsa calificaran al otro como equipo de Tercera regional. ¡Vaya victoria o vaya derrota!

Confieso que nunca he sentido admiración o aprecio por político alguno, salvo por el ahora tímidamente rescatado José Antonio Primo de Rivera, un héroe para el joven que yo era en aquel tiempo, cuya temprana muerte por fusilamiento a los 33 años agrandó su memoria. Ni siquiera el buscavidas Garzón podría imputarle los crímenes del franquismo.

Curiosamente, las siempre perdedoras izquierdas mantienen viva la veta sublime de la violencia, la guerra, las barricadas, el heroísmo de los dinamiteros y hasta el pormenor de las ocasiones fallidas. Ahora, con los problemas que afligen a los habitantes de este país, se promueve la recuperación y conservación de la infraestructura militar durante la guerra en Asturias, cuando lo más pudoroso es que los herederos se avergüencen de las brutalidades pretéritas. El cuadro de Goya «Los fusilamientos de la Moncloa» es el alegato patético de la crueldad de un ejército de ocupación y su aplastante superioridad. En esa emocionante ordalía pictórica vemos reflejada la fría ferocidad humana y el valeroso sacrificio de las víctimas. Cerca, la trepidante secuencia de la carga de los mamelucos en la Puerta del Sol o el pequeño arco de ladrillos que pudo ser la puerta del cuartel de donde salieron Daoíz, Velarde y Ruiz, la tripleta de ataque del Dos de Mayo. Entiendo que conmuevan esos renglones de la historia y correspondemos con el desdén al cornudo rey Carlos IV y al heredero.

Es lícito, humano y correcto celebrar las victorias, incluso cuando no lo han sido. Creo que en el hermoso Arco de Triunfo que corona los Campos Elíseos de París, en la nómina de triunfos se desliza el nombre de Bailén, que supuso un revés importante de las tropas imperiales, pero son ellos los que pagaron el monumento y allí han puesto lo que les dio la gana, aunque es posible que yo esté equivocado. Volviendo al símil futbolero, tan del agrado del español medio, es como si la sala de trofeos de los grandes equipos estuviera llena de copas boca abajo, como festejo de los puntos perdidos. No se le ocurre ni al que asó la manteca.

Durante la segunda mitad de la dictadura me ocurrió lo que a muchos españoles, sin que entremos en fechas previas: el cansancio de tan prolongado yugo, aunque no he dejado de recordar que le debemos a Franco algo no reconocido públicamente y es no haber tenido más que una hija. El hermano Nicolás, general de la Marina, le guardó las espaldas en Portugal con gran eficiencia, pero él no sembró el país de hijos, yernos, nietos, entenados, comisionistas y demás familiares.

Comprendo mal el ondear de banderas republicanas en los actos sindicales, socialistas y comunistas pues por mucho que la bordara Mariana Pineda -otra atrocidad su proceso y muerte- representa un gallardete sin la menor victoria que lo respalde. Es muy tradicionalista, al haber incorporado el morado del pendón de Castilla, pero la otra parece más alegre. En los periódicos satíricos de la época, los reaccionarios envilecían los colores sustituyéndolo por equivalencias: sangre, bilis y permanganato. Conocidas generalmente las dos primeras acepciones, algunos ignorarán que el color del tercer líquido correspondía a un tratamiento común para las enfermedades venéreas. Flamean en las calles, en demérito de la enseña oficial, pero la permisividad, a mi juicio, se corresponde con el poco entusiasmo y respeto que puede sugerir un trapo con algo de gloria.

No creo que haya tiempo de mayor opacidad que el presente, en cuanto a la dilapidación de recursos públicos, que embozan en el misterio las cuentas de los organismos que los dilapidan. ¿Se conocerá alguna vez cuál es el patrimonio de los sindicatos, el coste de la remoción de tumbas promovido por la memoria histórica, el despilfarro de las autonomías, la deuda de los clubes de fútbol, el desfase presupuestario del HUCA, del Musel, del Niemeyer que iba a revitalizar la economía avilesina, con datos de entrada pero sin justificantes? Ahí falla la memoria.

«Con lo mío y lo que me toca, me apaño», decía el heredero que no pensaba compartir. No todo es color de ala de mosca: el precito Zapatero, gerente de la ruina, se nos ha metido a conferenciante e imparte lecciones de economía. ¡El acabóse!