Francisco L. JIMÉNEZ

Jorge Bogaerts, doctor en Historia, profesor de la Escuela de Arte de Avilés y autor, entre otros, del libro «El mundo social de Ensidesa», confiesa que sería tremendamente feliz si su peculio le permitiese ampliar la casa familiar de Llaranes, sita en la calle Río Arganza, mediante la compra del piso superior; de ese modo, explica, montaría un adosado «que ni los de La Fresneda» y tendría una buena porción de jardín en el que tumbarse al verde y disfrutar de unas vistas fabriles espectaculares: los gasómetros que aún quedan en pie de la antigua Ensidesa, la aguja de la vetusta central telefónica, la silueta ennegrecida de las baterías de coque... La memoria haría el resto: aquel incesante runrún de la fábrica, aquel trajín de hombres camino de la fábrica que abastecía de acero a España, aquel Llaranes de la década de los años sesenta donde Bogaerts y cientos de niños más crecieron dentro de una burbuja invisible, la que proporcionaba el paternalismo franquista.

Jorge Bogaerts (Llaranes, 1954) es el primero que llega a esta nueva sección de LA NUEVA ESPAÑA de Avilés que tiene como objetivo desentrañar los recuerdos y las vivencias de quienes fueron protagonistas del mayor fenómeno industrial vivido en España en el último siglo: la instalación y puesta en marcha en tiempo récord de Ensidesa, la compañía siderúrgica que aún hoy -si bien con el nombre de Arcelor-Mittal- sustenta en buena medida la economía asturiana.

El nacimiento de Jorge Bogaerts, a diferencia de otros partos, no fue un motivo de felicidad plena: su madre, Lourina, murió a las pocas horas. Corría 1954 y las mujeres daban a luz en sus casas, los medios sanitarios aún eran precarios. Esto se lo contaron a Bogaerts cuando tenía unos ocho años; también supo con el tiempo que él había sido uno de los primeros bebés en nacer en aquel Llaranes surgido por necesidades del guión siderúrgico para dar techo a las miles de familias desplazadas a Avilés con la esperanza de aprovechar el boom del acero. El padre del futuro historiador se llamaba René Bogaerts, era oriundo de Bélgica, trabajaba por entonces en Duro Felguera y lo fichó Ensidesa, como a tantos otros, como mano de obra cualificada. Tras la muerte de su esposa, René Bogaerts contrajo segundas nupcias y el pequeño Jorge tuvo por fin la madre que el destino trató de negarle: Carmen.

Los primeros juegos de Bogaerts tuvieron lugar en la misma calle por donde ahora, muy de vez en cuando, camina meditabundo reconstruyendo pasajes de su infancia. Muy cerca, un muro de varios metros de altura delimitaba el oasis de Llaranes del resto de Avilés; incluso había guardias que patrullaban el poblado para mantener un orden que, realmente, nunca se veía alterado. Años más tarde sería el propio Bogaerts quien, imbuido de la rebeldía revolucionaria que contagiaba la Universidad, desafiase al poder establecido estampado una pintada en el puente que da acceso a Llaranes desde Garajes. «Creo recordar que escribí algo con la palabra "libertad", ¡mira tú!», relata. El spray, por cierto, le costó un ojo de la cara: era de pintura para coches y no se vendían precisamente baratos. Ningún guardia fue a su casa a engrilletar al autor de semejante blasfemia en tiempos franquistas. «¡Libertad!», menuda osadía.

Pero volvamos al muro, porque es un elemento clave en los recuerdos de Bogaerts. Esa tapia de hormigón que aún hoy circunda buena parte del poblado siderúrgico era una frontera física, pero los chavales la convirtieron también en una barrera psicológica. Desfilar, o mejor aún, correr por la cresta del muro -y la altura no es moco de pavo- era una de las pruebas iniciáticas que servían para dejar de ser considerado un mocoso y otorgaba el carné de socio del grupo de los «hombres». Y allí que se las compuso el pequeño Jorgito para vencer el vértigo y demostrar su «hombría». ¡Ay, los niños!

Alumno de los míticos «tubos» que hicieron las veces de escuela en Llaranes y luego estudiante de PREU en el San Fernando porque se quedó sin plaza en el colegio del barrio -tal era la demanda de escolarización que hasta los generosos cupos del Gobierno se quedaban cortos-, Jorge Bogaerts se pegó la carrera de su vida el día que «reventó Ensidesa», cosa que como la mayoría de los avilesinos saben no ocurrió; en realidad no estalló la fábrica, sólo un acumulador de vapor de la acería LD-I. Pero fue tal explosión -saldada con ocho muertos, decenas de heridos y restos de chartarra esparcidos en un kilómetro a la redonda- que la gente creyó que Ensidesa entera había volado por los aires. «El autobús del colegio me dejó en La Rocica y vi que había una confusión tremenda, carreras, gritos... Muchísima preocupación. Todo el mundo decía que había reventado Ensidesa y yo, claro, pensé en qué habría sido de mi padre. Bajé corriendo a toda leche hasta mi casa y hasta que no abrí la puerta y comprobé que estaban todos bien no me quedé tranquilo», relata.

Así son los recuerdos: unos amargos y otros felices. Y de estos últimos, uno de los más gratos para Jorge Bogaerts es el que da título a este artículo: los domingos de seis pesetas en Llaranes. Eran jornadas dominicales con misa incluida -aunque el roce con la Iglesia no hizo el cariño- y una asignación económica de seis pesetas que indefectiblemente eran gastadas en su integridad: «A las dos y media había sesión de cine infantil en Llaranes, ahí se iban dos pesetas; luego íbamos en busca de Chucho, el hombre que vendía golosinas con un carrito ambulante, y comprábamos un cucurucho de pipas por una peseta; y finalmente las tres pesetas restantes eran lo que costaba la entrada al cine de los Salesianos, una sala improvisada en la que cuando tocaba cambiar el rollo de la película había que parar la proyección durante unos minutos». Había empacho dominical de cine... y de pipas.

Aquellos domingos en Llaranes tenían también sus momentos de cortejo en el centro neurálgico del poblado: la plaza Mayor. Los padres confraternizaban tomando el vermú y los retoños, venga a dar vueltas por las soportales de la plaza con la esperanza de que tal o cual niña se dignase a cruzar la mirada para entablar conversación. Juegos pueriles que concluyeron cuando, con 20 años, Bogaerts se emancipó y marchó a vivir a Oviedo. Esos soportales que enmarcaron tantos primeros amoríos siguen en pie y Jorge Bogaerts no tiene ninguna duda de que es en ellos donde quiere ser fotografiado para ilustrar estas líneas.