Todos sabemos lo importante, y lo difícil que es a veces, llamar a las cosas por su nombre. Más importante aún es hacerlo con las personas.

En nuestra infancia, una de las primeras cosas que aprendemos del lenguaje es a identificar los sonidos de la palabra con la que se refieren a nosotros quienes nos quieren. Nuestro nombre queda así vinculado para siempre a nuestra parte afectiva, a nuestra identidad emocional. Por muy repetido que esté en nuestro entorno, por muchos tocayos que conozcamos a lo largo de nuestra vida, nos sentiremos identificado con él.

Esa es la razón de que sea tan importante acercarse a las personas por su nombre propio, saber cómo se llaman hace que pasen de ser «un alumno de quinto» o «una compañera de clase de inglés» a ser él o ella. Del indefinido al personal, casi nada.

Cuando inicio un nuevo curso, con un nuevo grupo de alumnas y alumnos, lo primero que esperan de mí es que me dirija a ellos por su nombre. Puedo ver su expresión hacerse confiada cuando los nombro. No seré una extraña (pensarán ellos) si conozco quiénes son, si soy capaz de identificarlos y diferenciarlos entre el resto del mundo. Yo lo sé, por eso me esfuerzo desde el primer momento de nuestro encuentro, incluso hago trampa si es necesario con tal de no decepcionarlos.

Y sin embargo siempre me queda la deuda contraída con tantas personas que he conocido, con las que he compartido momentos de mi vida y de las que ya apenas puedo recordar su cara y menos aún su nombre. Me gustaría tener un archivo recuperable a voluntad, en alguna parte de mi memoria, con todas esas caras y esos nombres. Para unirlas con la imagen y la sensación de su presencia en mi vida, a veces breve, que sí recuerdo.

Me consuela, sin embargo, pensar que lo mismo les ocurrirá a tantos otros con el mío. No es un mal que sólo yo padezca, saberlo me tranquiliza.

Ya sea porque el cerebro necesita ir liberando espacio para los nuevos datos que van llegando, o porque el encuentro fue menos importante para el otro que para uno mismo, los nombres se olvida, incluso las palabras dichas se olvidan. Como lo habrá hecho mi admirado Antonio Gala al minuto siguiente de dedicarme, allá por 1984, en un folio ya amarillento, un «para Esperanza, con mi esperanza en ella».

Nada que reprochar a ese olvido que todos compartimos, porque a pesar de ello, llevamos en nuestro equipaje los nombres, no sólo de quienes nos han querido, sino también de quienes hoy no sabrían nombrarnos pero que alguna vez lo hicieron.