El conflicto referido al peligro, próximo, de que el Parlament y la Generalidat de Cataluña se lancen al desafío frontal al Gobierno de la Nación, con una declaración unilateral de independencia, ha desbordado a los foros políticos y ya el hombre de la calle está percibiendo que la confrontación y la secesión subsiguiente le puede alcanzar con los llamados efectos colaterales. En las redes sociales aumentan las referencias al respecto.

La mayoría silenciosa, ese concepto sociológico que patentó Nixon y que tiene una difusa concreción cuántica, está reaccionando de una forma escalonada. Ha habido un periodo inicial de valoración de la actitud secesionista como simple despropósito coyuntural de líderes y grupos empachados de la «cultureta» que decía Josep Pla, o sublimación oportunista de instrumentos de presión para reivindicar mayores dotaciones presupuestarias. Se confiaba en que el famoso «seny» y la tradición pactista servirían para reconducir las posiciones y que no pasarían a mayores.

La posterior sucesión de despropósitos, desafueros, reniego de sentencias constitucionales, rechazo de símbolos, ultrajes a instituciones, algaradas, descrédito de España a nivel internacional, hasta desplantes calculados, como el reciente de Artur Mas, han sido suficientes para advertir a la opinión pública de que el «choque de trenes» que se anunció desde las filas soberanistas, si no se atendían sus pretensiones, figura ya en los diagramas del tráfico político como una catástrofe previsible.

Para condicionar esa confrontación, Gobierno y Generalitat están desarrollando sus respectivas hojas de ruta, soltando con cuenta gotas sus respectivas estrategias. Para Artur Mas y sus satélites mediáticos, de cara a la propia parroquia, todo está conseguido porque asegura tener buenas cartas en el órdago final y no han faltado quienes desde sus filas han añadido que los posibles sacrificios de ahora, al separarse de España, serán muy beneficiosos para sus nietos.

El Gobierno está tardando mucho en poner en marcha la adecuada campaña de pedagogía para que el ciudadano de Cataluña valore por su cuenta el precio de la aventura independentista. Hay que explicar serenamente los riesgos en que el mesianismo nacionalista le puede acarrear. Decirle que la UE ha hablado con total rotundidad. Que la secesión significa salir del mercado comunitario y de sus instituciones, dando lugar a fronteras, aranceles, pasaportes, necesidad de tratados para el comercio exterior, desprotección en el extranjero, una moneda como la de Andorra, perdida de las subvenciones europeas a la agricultura y otras. Si a todo lo anterior se añaden las consecuencias emocionales para los ciudadanos españoles y catalanes, fractura de lazos familiares y relaciones de todo tipo, no hace falta añadir más sobre la sinrazón de este contencioso.

Por si fuera poco las multinacionales asentadas en Cataluña ya han mostrado su preocupación, señalando que ellas optaron por un mercado de 47 millones y no de 7. Se habla de fuga de empresas y que desde 2010 cerca de mil han salido de Cataluña para instalarse en Madrid. La incidencia en el desempleo puede ser brutal.

Duran i Lleida pedía en el Congreso una respuesta de «Estado» para desactivar el conflicto. Sería efectivamente muy positivo que todo el arco parlamentario advirtiese a Artur Mas de que partiendo de la Constitución sería posible un diálogo constructivo pero que sus maximalismos de ahora solo conducen a un callejón sin salida, con graves perjuicios inmediatos a todos, pero muy especialmente a los habitantes de Cataluña y a una división de la sociedad catalana que tardaría generaciones en resolverse.

El último parte del conflicto es pesimista y el choque parece inevitable.