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La crisis de la Navidad

El inseparable sentido religioso de las fiestas que se celebran en estas fechas

La crisis de la Navidad

Las iluminaciones navideñas, ayunas de cualquier símbolo religioso, en casi toda España y más concretamente en Madrid, hacen pensar que estamos abdicando, no ya de la religión, que también, sino de nuestras más antiguas tradiciones, en virtud de no sé qué tolerancia o de no sé qué espíritu de delicadeza social para no herir los sentimientos de quienes no sean cristianos.

Lo cierto es que si la Navidad no festeja el nacimiento de Jesús, no sé bien qué es entonces lo que festeja, a no ser que lo importante sean las vacaciones y la paga extraordinaria, cosas a las que, desde luego, no renuncia nadie, sea cristiano, ateo, laico o indiferente, porque ahora la mal entendida laicidad del Estado, la no confesionalidad, la neutralidad religiosa, etcétera, etcétera, predica la abolición de los símbolos tradicionales y destierra el crucifijo de escuelas, hospitales y centros públicos, bajo el pretexto inconsistente de que pueden molestar a quienes practican otras religiones.

Ésta es una falacia de grueso calibre y nos parece necio insistir en su falsedad, que por sí sola se descalifica, máxime teniendo en cuenta que el dirigente de un país musulmán, llamado Gadafi, hace aún relativamente poco tiempo y nada menos que en Roma, dijo que la media luna debería ser el símbolo de Europa, dado el creciente poblamiento mahometano que estamos soportando.

Pues bien, ésa es una falsedad que debe de ser combatida al margen de cualquier ideología política, e incluso desde el más neutro de los laicismos. Solamente la cruz de Cristo podrá y deberá ser símbolo de nuestra civilización occidental, porque ella nos ha proporcionado nuestro más antiguo y preciado timbre de identidad.

Europa, pese a quien pese, se edificó, como queda ampliamente demostrado por la tradición y por la historia, sobre el decadente Imperio romano, cuyas estructuras fueron asumidas por la Iglesia, mantenidas y aun reforzadas contra la invasión de los bárbaros primero y de los árabes después.

Desde que el emperador Constantino timbró los lábaros de sus legiones con la cruz, ésta ha sido emblema de Roma y posteriormente de todas cuantas naciones constituyeron Europa, ya en las interminables guerras contra los musulmanes, ya en las propias guerras de religión que tuvieron lugar en la Edad Moderna, durante las cuales los diferentes estados enarbolaban la cruz como signo de identidad tanto de los ortodoxos, de los católicos o de los protestantes.

La construcción primero del Mercado Común y posteriormente de la Unión Europea, ampliando el número de países miembros, ha orillado la incorporación de Turquía, pese a ser un Estado aconfesional. Son demasiados los sedimentos cristianos y las tradiciones del europeísmo para que algo que se desgajó violentamente del Imperio romano pueda formar parte, aún tanto tiempo después, de la idea común de Europa.

En España, concretamente, pero al igual que en muchas otras naciones de Europa, la cruz es emblema de multitud de escudos nacionales y regionales e incluso de blasones nobiliarios, de familias influyentes en la gobernación de los reinos y de las provincias, que siempre tuvieron a gala la exaltación de la cruz como símbolo no solamente de su fe política y religiosa, sino también de sus orígenes y su genealogía.

Los reyes de Francia se arrogaron el sobrenombre de "cristianísimos", al igual que "católicos" los de España, y el adjetivo cristiano es, ha sido y será paradigma de dignidad y del más aquilatado europeísmo. Y ese adjetivo está presente en el nombre de países, regiones, universidades, instituciones públicas y privadas de todo tipo y sustituirlo o negarlo, como es moda y tendencia actual del progresismo laico, insistimos, no es sino una falsificación de la historia. Una falsificación burda y malintencionada, una más, al fin y al cabo, de las muchas con que los políticos han tratado de enmascarar sus intereses bastardos, explicándonos muchos hechos históricos sin rigor ni veracidad, pero tratando siempre de arrimar un ascua a su escuálida sardina, para ganarse, a costa de cualquier mentira, la influencia social que necesitan para mantenerse en un poder que muchas veces no merecen.

Pero los hechos históricos son tercos... De Roma venimos, de Roma somos descendientes, porque Roma nos hizo, nos legó su lengua y su cultura, su civilización y sus inmensos tesoros del derecho civil. Y la cruz romana, primero símbolo de suplicio y de muerte, gracias a la fe cristiana, abanderada y expandida por la Iglesia católica romana, acabó por convertirse en símbolo de amor, de esperanza y de civilidad.

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