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De Aquí A Lima

Trabajar en la gerontolescencia

El área central ya no atenúa la sangría de población de Asturias, envejecida y abocada a alargar la edad laboral

Trabajar en la gerontolescencia

Alexandre Kalache, responsable durante 14 años del programa de envejecimiento de la ONU y referente mundial en la materia, bautizó la etapa de transición entre la jubilación (65 años) y la vejez actual (80-85 años) como gerontolescencia. Algo así como una segunda adolescencia, pero en la edad adulta. Este médico brasileño recorre el mundo disertando sobre el envejecimiento activo y, con 70 años, contrapone su buena forma física e intelectual a la de su abuelo, que murió con apenas 60 siendo "un viejito débil y frágil".

En el "Quijote", Sancho zanja con un ingenioso término una discusión sobre el bacinete de su señor: donde los cuerdos veían la bacía del barbero Nicolás, el hidalgo apreciaba el yelmo mágico del rey moro Mambrino. El escudero, salomónico, lo bautizó "baciyelmo". Con otro neologismo de concentración, "gerontolescencia", Kalache define, en realidad, la consecuencia directa del incremento de la esperanza de vida.

En Asturias la longevidad ha aumentado en más de dos años sólo en la última década; de los 79,8 años que vivíamos de media en 2004, a los 82,1 que alcanzamos en 2014, según los últimos datos del INE. España es hoy uno de los países con mayor esperanza de vida del mundo, y las españolas son las más longevas de Europa. La larga vida es beneficiosa en lo individual -casi siempre-, pero difícil de gestionar en lo colectivo y lo social. Sobre todo si con la esperanza de vida creciente se cruzan tendencias coetáneas como la baja natalidad, las jubilaciones anticipadas, la pérdida de población y el desempleo.

Esta semana supimos que el Principado perdió en los dos últimos años 20.000 habitantes. El equivalente a borrar de golpe Llanera y Noreña. Nunca antes se había reducido tan bruscamente su población. Y los concejos del área central, antes imanes demográficos que llegaron a hacer incluso que Asturias creciese a finales de la década pasada, ya no contribuyen siquiera a atenuar esa sangría. En los dos últimos años todos perdieron vecinos. Algunos, como Siero, ganaron habitantes un año, pero fueron mayores las pérdidas del siguiente. En la comarca del Nora había el 1 de enero de este año 71.428 habitantes, 450 menos que el mismo día de 2014. Siero redujo su población en 110 personas, por 234 de Llanera y 102 de Noreña. Los tres concejos habían crecido de forma progresiva, año tras año (salvo alguna excepción esporádica), desde que existen registros: dos décadas.

En esa pérdida de población influyen, sobre todo, tres factores: la paulatina reducción de la natalidad, la emigración laboral y la reducción de la inmigración. Asturias tiene hoy la tasa de natalidad (6,26%) y el índice de fecundidad (0,99%) más bajos de España, cosecha altos índices de emigración, interior y exterior (en un país que batió su récord de emigración en 2015), y se sitúa entre las tres autonomías con menor porcentaje de extranjeros: un 3,9% de la población frente al 9,9% nacional. En el Principado viven ahora 40.229 inmigrantes, casi 11.000 menos que hace cuatro años.

Perder habitantes no sería malo si Asturias contase con una estructura demográfica sólida y tuviese la población activa suficiente para sostener el gasto de sus mayores. Y tenerla, la tiene. Igual que España. El "baby-boom" español alumbró casi 14 millones de niños y niñas entre 1958 y 1977, veinte años consecutivos en los que los nacimientos superaron los 650.000 anuales. En esas fechas nacieron dos millones y medio de niños más que en los veinte años previos y 4,5 millones más que en las dos décadas siguientes. Y hoy esas generaciones tendrían que estar en su plenitud profesional y laboral. Ni España ni Asturias tuvieron nunca tanta gente tan bien formada, tan sana y con tanta disposición de trabajar.

Pero Asturias cerró 2015 con la menor tasa de creación de empleo del país y no le ha ido mejor en lo que va de 2016: en el primer trimestre fue una de las dos únicas regiones en las que aumentó el desempleo. Por tanto, a la pérdida de población (menos impuestos) hay que añadir el elevado paro (menos cotizaciones), lo que supone una merma de ingresos absolutamente incapaz de hacer frente al incremento de los costes (pensiones y gasto sanitario) que supone tener una de las poblaciones más envejecidas de España.

Los principales riesgos del sistema de pensiones no se deben sólo al envejecimiento, sino a la falta de actividad económica o a la ausencia de políticas acertadas de empleo que lo compensen. Y el problema se agravará cuando los "babyboomers" nos jubilemos (si llegamos y aún quedan pensiones) y nuestros hijos tengan que soportar el gasto social de la horquilla generacional más poblada de la edad moderna española.

Parece que la única forma de atenuar ese desajuste -dado que los demógrafos afirman que las poblaciones serán decrecientes y más envejecidas- es entregar a la productividad los años ganados a la muerte. Es decir, estirar la vida laboral. Hasta ahora esos años de más que nos ha dado el progreso los entregamos a la juventud (cada vez el período de formación es más extenso) o a la jubilación y la vejez.

La única alternativa a lo anterior que ven los expertos es que los jóvenes empiecen a trabajar antes para cotizar más años y completen su formación mientras trabajan. Es la ansiada -y hoy utópica, salvo excepciones- formación continua que, además de favorecer una estructura laboral en permanente reciclaje, mejoraría la productividad. Y con trabajadores más cualificados, y sus empleos y salarios correspondientes, sería necesaria menos gente para sostener el sistema.

La única alternativa a poner fin a las pensiones es, por tanto, crear empleo y mejorar la productividad. Eso, o acabar trabajando en la gerontolescencia. Toca elegir si aspiramos a lucir el verdadero yelmo de Mambrino o nos vale la bacía del barbero Nicolás como a don Quijote porque "más vale algo que no nada, cuanto más que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada".

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