Estamos ante uno de los textos más fascinantes del siglo XX. Su importancia radica en que Peter Weiss logró hacer confluir en la pieza distintos planos de interés: el teatro de ideas, la Revolución Francesa, el metateatro y el musical. El argumento muestra al Marqués de Sade durante su cautiverio en el manicomio de Charenton organizando una velada teatral con los propios internos. El tema que ha elegido representar es el asesinato de Jean Paul Marat, y la pulsión homicida de la reaccionaria girondina Carlota Corday. Durante la función asistimos también al debate entre el Divino Marqués y el líder revolucionario, al tiempo que los locos aprovechan la ocasión para rebelarse. Una de las cuestiones más notables es la dialéctica establecida entre la razón de Estado del beligerante Marat y el individualismo libertino de Sade ("¿Y para qué la revolución / si no hay fornicación?").

La propuesta de Ricardo Iniesta es de gran impacto y belleza. Son muchos los aciertos que ha tenido a la hora de abordar un texto que se presenta difícil porque requiere de muchos recursos económicos para su producción. Con sólo nueve intérpretes ha logrado transmitir la fuerza que reclama la ficción, que pudo ser cierta, pues Sade escribió y representó teatro durante sus encierros. Unas sábanas gigantescas colgadas de rieles a modo de cortinas, de gran funcionalidad, sirven para delimitar cuadros y espacios. Otro importante acierto del montaje es la estética del vestuario, los harapos con que se envolvía a los dementes por aquel entonces y el maquillaje expresionista que da vida a unos seres fantasmagóricos, como salidos de ultratumba, verdaderos zombies. Todos difuminados en un blanco que contrasta con la imponente y majestuosa figura de Sade (Manuel Asensio), en negro absoluto, un Gargamel trufado con Terele Pávez, personaje que sobresale por su impresionante presencia escénica, a pesar de alguna deficiencia en la dicción. Destaca también el brillante trabajo de Carmen Gallardo como maestro de ceremonias y la narcolépsica Carlota Corday (Silvia Garzón), que se luce en las coreografías. Jerónimo Arenal, un Marat con apariencia de Lázaro resucitado, defiende con energía y vigor los lúcidos postulados del revolucionario.

Ahora bien, también cabría señalar alguna de las virtudes como excesos, porque hay demasiado abrir y cerrar de cortinas, demasiados cambios de luz y demasiado movimiento y pantomima en los dos protagonistas. Esos procedimientos y maneras, que ya son la marca de "Atalaya", en ocasiones despistan o restan poder y verdad a lo que la palabra proclama. También es cuestionable el uso de las sombras chinescas para el asesinato de Marat y las rebeliones de los locos durante la representación, verdadero prodigio del metateatro, que de esta forma pueden pasar desapercibidas al espectador.

Siempre que se habla del "Marat/Sade" se menciona a Brecht y a Artaud. Y es cierto, sus teorías y proclamas están aquí concentradas de la mejor manera, como si de un milagro se tratase. Pero la importancia de la pieza radica también en la Revolución Francesa, un período trascendente de la Historia de la Humanidad que a día de hoy permanece abierto, porque obliga a tomar partido y a nadie deja indiferente. Peter Weiss dijo que él era partidario de Marat. Ya ven qué tiempos aquellos. Hoy le considerarían terrorista.

El derroche de energía a que nos tiene acostumbrados "Atalaya" viene como anillo al dedo a este drama musical que encandiló a un público emocionado. Con espectáculos así da gusto ir al teatro.