Ortega y Gasset sostiene que el germen de la sociedad no se encuentra en la organización utilitaria, sino en el carácter lúdico del deporte. En su ensayo "El origen deportivo del Estado", defiende que los jóvenes de las hordas nómadas preneolíticas comenzaron a agruparse para realizar actividades espontáneas, superfluas y tendentes a la diversión: el juego físico, la competición ritual, las danzas e, incluso, la búsqueda de mujeres en hordas cercanas.

"La primera sociedad humana es todo lo contrario que una reacción a necesidades impuestas. Es una asociación de jóvenes para robar mujeres extrañas al grupo consanguíneo y dar cima a toda suerte de bárbaras hazañas. Más que a un Parlamento o Gobierno de severos magistrados, se parece a un Athletic Club", aseveró en 1921.

Un año antes se habían celebrado los Juegos Olímpicos de Amberes (1920), que fueron los del espíritu olímpico con mayúsculas: los del estreno del símbolo de los cinco aros de colores y los del primer Juramento de los Atletas tras la Olimpiada frustrada de 1916 por la I Guerra Mundial. Así que seguramente el filósofo español elevó su teoría fascinado por la eclosión del deporte de masas de aquel momento, pero, sea como fuere, Ortega sitúa el deporte como una actividad de superior categoría a la del trabajo: "Vida propiamente hablando es solo la de cariz deportivo, lo otro es relativamente mecanización y mero funcionamiento". De lo que no hay duda es de que la práctica del deporte -incluso la profesional- y, por supuesto, su contemplación están asociados socialmente con una actividad lúdica.

Una expresión singular del deporte contemplativo es la que nos hace a muchos, deportistas o no, sentarnos cada cuatro años delante del televisor para emocionarnos hasta la lágrima con disciplinas de las que apenas conocemos las reglas. Sufrimos con un combate de taekwondo, nos encogemos con los saltos de trampolín, nos relajamos con la serenidad tediosa del tiro olímpico, empujamos con la cadera desde el sofá al lanzador/a de martillo o apretamos los dientes para ayudar a hinchados halterófilos que, como las hormigas, son capaces de levantar varias veces su propio peso. Todo eso, enardecidos por narradores y comentaristas que damos por hecho que saben de lo que hablan, y que hablan de gestas, proezas, resultados históricos y records del mundo.

Alguien escribió estos días que, del mismo modo que necesitamos las vacaciones para tomar aire antes de seguir trabajando, precisamos las retransmisiones de los Juegos como nuestro tratamiento "detox" antes de volver a tragar el ulceroso entretenimiento televisivo que nos ofrecen los canales generalistas.

El caso es que mientras el pebetero está encendido sentimos tan cercanos a los deportistas que navegamos digitalmente a todo trapo para ponernos al día de la vida de Maialen Chorraut, Lydia Valentín, Marcus Walz, Carlos Coloma o Cristian Toro, atletas de los que no teníamos ni síntomas antes de la Olimpiada.

El tráfico que generan en Internet nuestras indagaciones sobre estos héroes efímeros es de tal calibre que desordena en pocos días las preferencias de los grandes buscadores. Al tiempo de escribir estas líneas, la primera entrada en Google para "Ortega" no refiere al filósofo español, sino a otro Ortega, Orlando, el cubano nacionalizado español que logró la plata en los 110 metros vallas y cuya existencia -confieso- yo desconocía antes de Río. Como segunda noticia de la búsqueda, una información sobre otro Ortega al que el buscador da menos rango que al medallista. Un tal Amancio.

La pregunta para quien tenga la respuesta es por qué somos capaces de entregarnos y empatizar de forma tan rápida e intensa con deportistas de los que olvidaremos incluso su nombre en muy poco tiempo (Marina Alabau, ¿quién?, fue oro en Londres 2012), y por el contrario no mostramos la misma sensibilidad, emoción y compromiso con la gestión deportiva que se realiza a la puerta de nuestra misma casa.

"Medalla" fue en Río un término más femenino que nunca. Las españolas lograron más preseas que los hombres (nueve frente a ocho). Más oros (cuatro frente a tres) y más platas (tres por una de los varones). Sólo el bronce fue masculino: cuatro (la mitad del total de las de los hombres) ante dos de las mujeres. Pues bien. Mientras el deporte -para más señas, el deporte femenino- triunfaba en Brasil y enorgullecía al país, en la Pola un equipo de chicas -para más señas, el equipo de mayor rango de todos los que compiten en el concejo, incluidos los masculinos-, tiene problemas para que le dejen horas para entrenar en un polideportivo que acaba de construirse.

El Siero Balonmano compite en primera división estatal, una categoría equivalente a la Segunda B del fútbol en la que hace dos años estaba, por ejemplo, el Real Oviedo. Pero, además, es un emblema deportivo del concejo, como el Romanón y el Kayak Siero, una institución, un equipo que ha dado muchas alegrías al deporte municipal durante las últimas décadas.

Ellas opinan que las marginan por ser un equipo femenino, en un deporte minoritario. Los otros clubes achacan la injusticia a una falta de espacio de un polideportivo que ni siquiera se ha inaugurado y ya resulta pequeño.

¿Alguien se imagina al Club Siero de fútbol jugando en Segunda B y teniendo problemas para encontrar horas de entrenamiento en El Bayu?

Ortega (el filósofo, no el vallista) sostiene en su ensayo que la ciencia es incapaz de dar respuesta a las grandes cuestiones que el hombre se plantea porque proporciona verdades exactas, pero incompletas. Es decir, que, además de poner los horarios de entrenamiento de los clubes en un Excel, hay que pasar el resultado por el tamiz del sentido común o, cuanto menos, por el del mérito deportivo. Con un poco de espíritu olímpico sería suficiente.