Luis Fernández vuelve a subirse las gafas redondas que una vez más se le han deslizado hacia la punta de la nariz.

-Somos testigos de que esto se ha grabado solo, ¿verdad?

Damián, que forma una unidad indivisible con su cámara, se gira hacia Roberto, el experto en informática que lleva toda la mañana asegurando que la grabación es auténtica y que nadie pudo realizar un montaje como el que acaban de ver, y le pide que se lo repita una vez más.

-Todo lo que ves es auténtico -afirma Roberto.

-Como profesional empecé hace casi quince años, y antes ya me dedicaba a investigar estos temas -añade Luis sin dirigirse a nadie-, y os puedo asegurar que nunca vi nada parecido. Ni de lejos.

-¿Y ahora qué hacemos?

La pregunta de Damián flota un instante en el aire, hasta que Luis, como si se quitase un moscardón de encima, hace un gesto con la mano y responde.

-Lo único que podemos hacer: llamar a Iker.

Los otros dos asienten, con un gesto, que les ha quedado como un tic. El mismo que mantienen días después en la sala de proyección del programa, mientras antes sus ojos, todavía atónitos, vuelven a pasar las imágenes.

Como si de una vieja filmación de un «No-Do» se tratara (el viejo noticiario de cine de los años cuarenta a setenta), una luz intensa deja paso a las apacibles fotografías en blanco y negro de unos cuantos chalés entre los que destaca uno en forma de hórreo.

-La ciudad residencial de Perlora se inauguró a mediados de los años cincuenta, pero alcanzó su esplendor entre los sesenta y setenta -susurra Luis, que se conoce de memoria cada secuencia de tanto visionarla-; creemos que esto debió ocurrir hacia el sesenta y siete o sesenta y ocho.

De pronto, aparecen dos hombres y, como si un director invisible diera la orden de ¡acción!, echan a andar. Unos instantes después, aunque con interferencias, también se les oye hablar.

-Así que te gustó el chalé -dice el más alto de los dos.

-Sí, ho! Cómo nun me diba gustar -contesta el otro, más bajo y rechoncho-. Pero no me extraña, bobu, cola suerte que tienes pa estes coses.

-Suerte o no. O ye que soy el primeru en solicitar.

-¿Cuántes veces habrá que decite que si te toca un añu nun te pué tocar al siguiente?

La discusión parece enconarse entre los dos, cuando aparece un grupo de otros cuatro hombres en escena.

-Múndulu ta otra vez emperráu en que-i toca el chalé porque lu solicita el primeru -les explica el más bajo de los compañeros a los recién llegados-, y ya me tien fartucu. Toy por decí la verdá.

-¿Qué verdá? -responde el llamado Múndulu con un enfado evidente.

-Ná, ho!, tranquilu, después de tóo no hay más ciegu que el que nun quier ver -añade uno de los recién llegados.

Un coro de carcajadas acompaña el comentario, lo que hace que Múndulu se encorajine aun más.

-¿Qué yé lo que nun quiero ver, eh?

-La muyer que tienes, bobu.

-¿Cómo podéis decir eso? Claro que lo veo, que tuve una suerte del demonio, casándome con Quipina, con esi tipazu, esi remango y esi salero que tien, y bien que lo reconozco. Paezme a mí que a más de unu lu escome la envidia.

-Nun te lo voy negar Mundulín -responde el que lleva la voz cantante en el grupo-, la tu muyer tá que me dan ganes de encargar el ochocientos cincuenta pa ver si pica, pero como pica más alto, tengo mieo que ni con éses.

-¿Qué quies decir, Pin? Porque como quieras decir lo que paez que quies decir...

-Pues quiero decir eso que paez que quiero decir. Y éstos que tan aquí puen decite lo mismo que yo. Que si miraras, veríes por qué te sacaron de la veintiocho, por qué engañes al capataz con lo de salir moyáu ca medios días... y por qué tolos años te toca el mejor chalé de Perlora, el del horro...

-No sé qué insinúes, pero ye mentira, eso ye men-ti-ra -contesta Múndulu enardecido.

-¿Cuánto va que salisteis del chalé?

-Una hora, más o menos -responde el rechoncho.

-Son les seis y media, Meléndez levantose de la siesta a les seis... sí, ya. ¿Qué te apuestes a que vamos al chalé ahora y topamos a la tu Quipina con Meléndez, el director de Perlora, en mala postura?

-Lo que queráis, juégome lo que queráis.

Si hubiera sido en color, los espectadores podían haber distinguido que el Múndulu que encabezaba la marcha había enrojecido hasta las orejas de pura indignación. Y rojo como un tomate abre la puerta del chalé, el orgullo de la empresa, y rojo como un tomate se vuelve, cuando nada más entrar se oye un verdadero escándalo en la casa.

-Hala, vamos, esto ye una tontería -exclama intentando devolver a los otros a la escalera de salida-. Vamos portanos como paisanos y no como guajes.

-De eso nada, una apuesta ye una apuesta. Ahora vas a velo pa que dejes de presumir de una vez.

Como un solo hombre el grupo de cinco le empuja arrollándolo hasta la entrada de la habitación, dónde Quipina y Meléndez, entregados a una pasión desaforada, ni se enteran de la interrupción.

-Y ahora, ¿qué dices? -interroga Pin en nombre del resto.

-¡Qué voy decir, amiguinos! Que hay coses que aunque se vean nun se puen creer.

Y muy digno, Múndulu se dirige hacia la puerta, que cierra con sumo cuidado una vez han salido todos.

En ese momento, la imagen desaparece y Luis Fernández se levanta para dar unas últimas explicaciones.

-Hasta donde hemos podido comprobar, la historia puede ser perfectamente real. Hemos grabado unas cuantas como ésta que provoca un fantasma desde que el Principado abandonó la ciudad residencial y la puso en manos de la empresa privada: apenas las máquinas se pusieron a trabajar para tirar el antiguo comedor uno, empezaron estos fenómenos.

Como sólo el silencio respondió a estas palabras, Luis se vio en la obligación de dirigirse a Iker Jiménez, que acababa de verlo por primera vez.

-¿Y tú qué dices, Iker?

Todas las cabezas se vuelven esperando la respuesta del jefe.

-Que es verdad: Hay cosas que aunque se vean, no se pueden creer.