La lucha de los ferroviarios por mejorar sus condiciones de trabajo ha sido una de las más importantes del movimiento obrero español, primero por el gran número de trabajadores que llegaron a integrar este gremio en sus diferentes categorías y oficios, pero también porque hubo una época en la que el resto de las actividades económicas dependían de una u otra manera del buen funcionamiento de su servicio; aunque en Asturias la historia de estas reivindicaciones siempre ha estado eclipsada por las de la minería, hubo momentos en los que tuvieron tanta o mayor importancia, poniendo en jaque a empresarios y autoridades.

En España, los primeros conflictos que conocemos en el sector los iniciaron un grupo de maquinistas y fogoneros en el invierno de 1872 y ya con menor intensidad fueron repitiéndose hasta septiembre de 1911 cuando la UGT declaró una huelga general y la mayor parte de los dirigentes de su organización fueron encarcelados. Sin embargo, la documentación sindical pudo salvarse gracias a que dos miembros de la dirección, Ramón Cordoncillo y Vicente Barrio, pudieron esconderla en casa del primero al tiempo que decidieron la convocatoria de un congreso nacional que habría de celebrarse en los meses siguientes.

Así entró 1912, un año salpicado de huelgas, algunas cerradas con éxito, como la que declararon en la última semana de mayo los obreros andaluces, logrando que la empresa renunciase al montepío que había creado en 1904 y al que muchos se oponían. En medio de aquel ambiente, el 24 de junio, se inició en Madrid el primer Congreso Ferroviario español en el que estaban representados nada menos que 70.000 trabajadores.

Uno de los convocantes publicó una declaración que da una idea de lo que se esperaba de aquel momento: «Al poderoso influjo de "La Unión Ferroviaria", rómpense con estrépito las cadenas que sujetaban atados de pies y manos a los trabajadores de "La Unión", y, del abrazo que en su primer congreso se dan los ferroviarios españoles, surge el espanto en las filas de la burguesía que jamás concibió osadía semejante de sus esclavos».

El 20 de julio se hicieron llegar a las diferentes compañías las conclusiones de la asamblea, pero mientras se esperaba una respuesta consensuada, la impaciencia prendió en la sección catalana que fue a la huelga por su cuenta, precipitando los acontecimientos y ante el temor de que el paro se extendiese, el Gobierno tomó la decisión de enviar a las Cortes dos proyectos de ley para atender a las reivindicaciones de los ferroviarios.

El éxito de aquel congreso supuso un cambio en la consideración de los obreros, hasta el punto de que unos meses después la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España -precioso nombre- decidió conceder voluntariamente por primera vez a su personal de plantilla veinte días anuales de licencia por asuntos propios, un eufemismo por el que se reconocía el derecho a vacaciones pagadas?pero aún quedaba mucho por hacer.

Gracias a la amabilidad de Rolando Díez, que conserva en su biblioteca una colección de la revista «Vida Socialista», distribuida desde Madrid para toda la península, he podido leer un curioso artículo firmado por T. Álvarez Angulo el 29 de marzo de 1913 con el título «Cómo trabajan los ferroviarios en Valladolid y León» donde relata una visita a los talleres de ambas capitales, acompañado de Moisés Conde que luego sería presidente del Sindicato ferroviario del Norte.

En ella va contándonos con el florido estilo de la época la dureza de aquel trabajo. Dice sobre Valladolid: «penetramos en una enorme nave. Veinticinco fraguas producían llamaradas fantásticas. A su alrededor cruzaban como sombras los obreros, llevando trozos de hierro ardiendo, sujetos con grandes tenazas» y pasa a relatar con detalle como funcionaban aquellos hornos y el riesgo que entrañaban:

«-Esto es muy expuesto -dije a los que allí había.

-Esto y todo -me replico uno.

-¿Se abrasarán muchos?

-Sí, pero ya no hacemos caso. Estamos habituados al dolor, y cuando nos quemamos lo aguantamos pacientemente».

Sigue la conversación sobre los salarios, que estiman en una media de cuatro pesetas con setenta y cinco céntimos, y el obrero le manifiesta que, dada la situación del país, no están descontentos con esa paga, pero lo peor de su trabajo son los gases que se producen en la fundición del latón y el cobre, en unas naves sin salida de humos, que se esparcen y los van envenenando poco a poco. Luego entra en el taller de calderería y se encuentra con una situación aún peor, en medio de un ruido infernal: «figuraos que dos mil martillos golpean la concavidad de las calderas y podréis daros cuenta de lo que aquello es».

Allí, otro trabajador le invita a sujetar la pistola neumática con la que está remachando un tornillo:

«Todos los músculos de mi cuerpo se contrajeron, y la caja del cuerpo trepidó violentamente.

-Esto tiene que ser muy enfermizo -exclamé, soltando más que a escape el pistolón; seguramente estarán ustedes muy nerviosos.

-Bastante, sí señor. Los que realizamos esta operación padeceremos luego, sin duda, de ataques epilépticos o parecerá al menos que hemos trabajado en las minas de azogue».

Y si las cosas estaban así en Valladolid, empeoraron cuando le tocó el turno a lo que sucedía en León. En la ciudad las entrevistas se desarrollaron en el Centro obrero donde un viejecillo como de unos sesenta años se quejó de que después de haber trabajado 19 años de peón, le dejaban en la calle para evitar el tener que pagarle la pensión, una práctica que calificada como habitual. Pero lo que más nos llama la atención es el diálogo que mantuvo con otro compañero, llegado en un tren mixto de Pola de Lena:

«-Pues si vieran ustedes las fatigas que se pasan en los trenes. La mitad de las garitas son descubiertas, y excuso decirle el frío que en ellas se recibe y el agua que se coge, porque con la velocidad del tren penetra hasta dentro calándole a uno.

-Debe de ser muy triste esa profesión.

-Y por aquí más. En Pola de Lena estamos todos los rebeldes, es el lugar a donde nos manda castigados la Compañía. Entre los del oficio lo conocemos como la Siberia ferroviaria».

Como lo están leyendo. Ustedes saben que en torno al ferrocarril del Norte y sobre todo a medida que las vías se acercaban al durísimo tramo del Pajares se fue creando un pequeño mundo en el que convivían mecánicos, guardagujas, lampisteros, mozos de tren, factores, jefes de estación, maquinistas y cien oficios más a los que acudían quienes preferían el aire libre a la profundidad de las minas, a pesar de que el sueldo era más bajo. Así muchos acabaron asentándose en la zona combinando este trabajo con la ganadería y la agricultura para aumentar sus ingresos.

Conozco varias historias familiares al respecto, pero nunca había oído que ésta fuese una zona de castigo, aunque hay que tener en cuenta que desde que se escribió esta crónica ya ha pasado casi un siglo. De cualquier forma, siempre se aprende algo.