En octubre de 1808, la Guerra de la Independencia ya contaba con episodios dignos de escribirse con mayúsculas en los libros de historia. Dos meses antes, Zaragoza había logrado liberarse de su primer asedio -el famoso Sitio-, resuelto con la muerte de unos 4.000 franceses y 2.000 españoles. Allí se habían vivido acciones heroicas, como la que llevó a la fama a Agustina de Aragón, que podían servir de ejemplo para alimentar el patriotismo de los partidarios de Fernando VII. Viendo la oportunidad, el general Palafox, uno de los protagonistas de aquellos hechos, encargó a Francisco de Goya que inmortalizase con sus pinceles la gesta de los defensores de la ciudad.

El trabajo parecía fácil para el pintor, que también era aragonés, de modo que lo aceptó sin reparos y no tardó en emprender el viaje hacia su tierra, pero el destino le deparaba una sorpresa: las escenas que fue viendo a lo largo de aquel trayecto, le impresionaron de tal forma que acabaron sirviendo de inspiración para una colección de grabados desgarradores en los que quiso reflejar las barbaridades que los dos bandos estaban cometiendo en aquella durísima contienda.

El resultado fueron «Los desastres de la guerra», 82 escenas plasmadas entre 1810 y 1815, recreando lo que había guardado en su memoria en aquellos días y de los que solo imprimió dos juegos completos, uno de ellos para regalárselo al crítico de arte Ceán Bermúdez, amigo también de nuestro entrañable Jovellanos. Por fin, en 1863, mucho después de su muerte, fueron editados por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y desde entonces son un documento gráfico de la maldad humana que sigue poniendo los pelos de punta a quien los contempla.

Viene esto a cuento porque, aunque Goya no estuvo en Asturias, nos consta que aquí también se vivieron barbaridades de las que algunos testigos dejaron testimonio escrito y que él habría añadido sin dudar a su particular museo de los horrores. Y como muestra les vamos a contar hoy lo que ocurrió en la Montaña Central durante la primavera de 1809 y que tuvo su inicio cuando los mariscales franceses Ney y Kellerman iniciaron una ofensiva conjunta sobre Asturias.

El primero en llegar fue Ney, que penetró con sus tropas desde Cantabria, venciendo con la facilidad de un paseo militar la débil resistencia de los españoles, de manera que el 19 de mayo ya había ocupado Oviedo con la mínima resistencia.

Michel Ney no era un general más, había sido nombrado por Napoleón Mariscal del Imperio. «El valiente de entre los valientes», le llamaban sus soldados por su arrojo, y estaba al mando del VI Cuerpo del Gran Ejército, uno de los más prestigiosos de Francia. La confianza que el Emperador tenía en él era tanta que incluso le había dado la razón, poco antes de llegar a Asturias, cuando se había enfrentado con su hermano José I, el Rey de España impuesto desde París, negándose a seguir una orden suya. Teniendo a los dos en su presencia, Napoleón dejó claro de que lado estaba: «El general que hubiese obedecido tales órdenes habría sido un estúpido».

Ney tenía prisa por controlar toda la región y al día siguiente encargó a una partida de caballería despejar el camino desde la capital hasta el paso de Pajares por donde se esperaba la entrada de la división que mandaba el aristócrata Françoise Estephane de Kellerman. No hubo problemas, los jinetes pasaron sin detenerse por las poblaciones que flanqueaban la carretera de Castilla, haciendo descargas de fusilería para hacer evidente que todo estaba ya bajo su control y el plan se cumplió según lo previsto.

De los refuerzos llegados a Asturias se fueron dejando destacamentos en Pajares, Puente de los Fierros, Campomanes y la Pola, mientras el grueso del ejército francés no tardó en llegar a Oviedo para reforzar allí su cuartel general; aunque la calma duró pocas semanas, ya que la noticia de que Santander había sido reconquistado por las tropas españolas hizo que Ney tuviese que dirigirse hacia allí con el grueso de su ejército, dejando a su compañero al mando de las tropas de la región.

Esa era la oportunidad que habían esperado los españoles. El 10 de junio, Kellerman se veía obligado a retirarse hacia León mientras el teniente general José Vorster entraba en la capital y, al darse cuenta de que si actuaba con rapidez podía acabar con su enemigo, mandó marchar en su busca antes de que pudiese cruzar la cordillera.

Así se hizo, y para asegurar la captura, en el Padrún las tropas asturianas se dividieron en dos brigadas. El coronel Gregorio Cañedo Vigil dirigió la suya hacia el oeste, pasó el río Caudal y por caminos de montaña atravesó la Foz de Morcín y Riosa hasta llegar a Campomanes, pero allí, de manera sorprendente, en vez de dirigirse hacia Pola de Lena, donde ya estaban los franceses, tomó el camino del valle del Huerna para subir hasta Zureda.

La otra brigada, mandada por el sargento mayor Gregorio Piquero Argüelles, del Regimiento de Castropol, reforzada con varias compañías del Regimiento de Lena, detuvo su marcha para pasar la noche en Carabanzo y a la mañana siguiente partió hacia Puente de los Fierros, pasando también de largo por la capital del concejo lenense.

Nunca sabremos si se trató de dos errores fortuitos o fue el resultado del buen trabajo de algún afrancesado que cambió intencionadamente los planes de los dos jefes, pero los patriotas de Pola, al comprender que la detención de Kellerman había quedado en sus manos, decidieron actuar por su cuenta.

Los nombres del puñado de soldados y patriotas civiles que se sumaron a la empresa, como sucede siempre con los humildes, no han quedado en los archivos; sin embargo conocemos los de los militares de más graduación: el capitán Juan González de Lena; los tenientes José Toyos y Pedro Peñafiel; el sargento 1º Pedro Fernández Espinedo. Ellos, junto a los escopeteros de la Alarma del Partido, llamados a toda prisa por su comandante, se concentraron en el altozano que ocupa la iglesia de Castiello, en las inmediaciones de Vega del Rey. Eran en total unos 230 hombres mandados por el teniente coronel Fernando Valledor, quién tuvo que romper su retiro en la casa familiar de Columbiello, donde se recuperaba de una herida sufrida en la batalla de Espinosa de los Monteros, para volver a tomar la espada.

Allí esperaron escondidos hasta que vieron acercarse a los uniformes imperiales y pudieron comprobar que eran muchos más que ellos, pero la decisión estaba tomada y en cuanto estuvieron a tiro, los fusiles empezaron a tronar. Antes de que pudiesen reaccionar, los soldados franceses recibieron una lluvia de balas y empezaron a caer entre gritos de sorpresa y de dolor. Apenas hubo respuesta, pues al comprender que la toma de aquella posición iba a resultar muy costosa, los invasores retrocedieron hasta Pola abandonando sobre el terreno a sus muertos y los heridos más graves, dejando también algunas bajas entre los asturianos.

Después de aquella jornada, el mariscal francés logró huir poniendo a salvo tanto a sus hombres como a la impedimenta, pero en su camino quiso dejar un rastro de muertes indiscriminadas, saqueos, casas incendiadas, entre ellas las de Valledor, su hermano, Don Antonio Mier y también la del párroco de Castiello. Mientras tanto, para completar el error estratégico, las fuerzas que componían el grueso de la división de Vorster se lo tomaban con calma, confiados en que las brigadas de Cañedo Vigil y Piquero Argüelles ya habrían cumplido con éxito su misión.

Goya pintó en sus Desastres hombres descuartizados, empalados y ahorcados, pero en su catálogo de salvajadas falta lo que pudieron ver el capitán de cazadores del regimiento de Lena, Antonio Areces y su hombres cuando llegaron a Pajares: una hoguera encendida en la que se había calentado el rancho, y «haciendo de tronco principal un aldeano atado de pies y manos y consumido por las llamas gran parte de su cuerpo».

Aún hoy, la acción de Kellerman, tenido por uno de los grandes héroes napoleónicos, nos llena de espanto. Tras los sucesos de Asturias, siguió su carrera militar y en 1820 heredó de su padre el cargo de par de Francia y el ducado de Valmy.

Seguramente, cuando falleció en París en 1835, ya se había olvidado de las atrocidades que permitió a sus tropas en Pajares; al contrario, los familiares y amigos de sus víctimas lo tenían muy presente. Ahora que ya han pasado dos siglos, nos gusta refrescar estos hechos para honrar a quienes nos precedieron, porque lo mínimo que les debemos es el recuerdo. Ya lo ven, esto también es memoria histórica.