Los cafeteros, los aficionados al café, los empedernidos de la cafeína, los irremediablemente ansiosos del estimulante, los?, esos son los únicos que parecen tener derecho a la vida. Hasta que les llega el brujo de cabecera y les corta la ración: «nada, usted tiene la tensión muy alta y se acabó lo que se daba, fuera el café de su dieta». A estos y llegado ese triste momento, les ocurre como al del chiste del león cornudo: «te jodieron, cocodrilo». Pero, ¿y mientras tanto? En tanto no sea así y puedan seguir disfrutando a tope de esa media docena de cafés como mínimo a diario, los amantes del caracolillo se ponen tibios todos los días. No conocen otro medio de bebida, ni otro para mantenerse en pie, porque ese estímulo es para poder funcionar, no dormirse, hablar por los codos, reñir sobre fútbol o darle cuatro voces a la parienta creyendo que tienen razón. Además, si se fijan ustedes, la verborrea se les hace fluida y hasta son capaces de pegar un portazo al salir de casa para demostrar esa saludable energía. ¡Viva el café, qué coño!. Y entonces, ¿qué hacemos con los resignados, sufridores y apátridas, si cabe la expresión, del para mí mal llamado café descafeinado? Con lo bruto que soy y en estos casos más, como el león: ¡Qué se jodan! Y es que, la verdad, soy un poco bestia, pero ante el cabreo que vengo padeciendo desde hace la tira de tiempo, créanme, no es para menos. Les explico, como siempre.

Para entrar en detalles del descafeinado, primero hay que volver al café, como decía el andaluz, «café, café, por la gloria de mi madre». Verán. Usted entra en una de esas tiendas que solo venden tal producto y en cuanto lo pide, la persona que le despacho le pregunta inmediatamente: «¿De dónde quiere el café, de Colombia, de Angola, de Afganistán -si lo hay, claro- o de lo que tenemos en el sótano?». Usted me entiende, porque es fácil que tenga?, ¿veinticinco especialidades y cada una con unos precios prohibitivos? Facilísimo. Y luego termina pidiéndole hasta mezclas de tres clases diferentes, porque usted sabe y el producto?, ¡joder que sí sabe y bien!. Y, finalizado el imprescindible prólogo, eso, escrito por un profano en la materia porque todo hay que decirlo, entremos en el otro café para pobres: el descafeinado. Pobres de espíritu. Porque lo van a ver.

Voy y entro en la misma tienda de antes, en la que solo el olor le sube a un servidor la tensión. Con cierta timidez, porque no es para menos, siempre digo educadamente «buenos días o tardes» -el empedernido del café es valiente y hasta osado y nunca saluda, porque allí manda él- y arranco: «Vera usted, yo quería café descafeinado». Y con cierto desprecio, le responde el tendero: «¿Del corriente -je, je, otro que tienen en el sótano- o especial?». Y uno, más acoquinado todavía y, sobre todo, teniendo más gente esperando, le echa valor al tema y le responde en voz más bien baja: «No, del especial». Y, de nuevo, vocifera el dependiente, como para que se entere el resto de los concurrentes: «¿Pero cuánto le pongo, un kilo, medio??, vamos, lo que usted quiera». Y entonces, acojonado por demás, ya no me atrevo a decirle cifra alguna y levanto el dedo índice para indicarle un uno. Y ahora que estoy fuera de la tienda, que no me ve el tendero, ni la gente que espera con ansiedad su «café café», me atrevo a decirles a ustedes: ¿y es que no se puede descafeinar cualquier tipo de café, aunque sea de Irán con sabor a petróleo? Y no sigo. Al final pienso que los no cafeteros, además de no tener derecho a la vida, es que la crisis invade hasta el más triste y solitario café descafeinado. Terrible.