Discutir sobre las bondades o no de cualquier tiempo pasado se me antoja un debate tan inútil como hacerlo sobre el sexo de los ángeles, pongo por caso. Es lógico que cada cual mire el mundo desde el lugar en que le ha tocado poner los pies, de modo que habrá infancias orladas con una luminaria más o menos poderosa y, del mismo modo, habrá otras que se parezcan más a un cuarto oscuro, del que prefiramos no acordarnos. Quizás por eso algunos acostumbren a zanjar el debate de un modo tajante: «fueron otros tiempos» o a copiar los consejos de Séneca: «Mejor es precaver lo venidero que disputar sobre lo pasado».

Sin embargo, y aceptando que no hay peor nostalgia que la que se complace en hurgar a todas horas en la misma herida, no es menos cierto que, de cuando en cuando, un viaje al pasado sirve para devolvernos un brillo a los ojos, sobre todo cuando en ese tránsito volvemos a escuchar la música de nuestros cantantes preferidos o a recordar la dulzura de aquel cuerpo femenino contra el que nos apretábamos en busca de algún paraíso desconocido.

Aquel domingo de principios de los sesenta (63 ó 64 como mucho), a las cinco en punto, como suele suceder en cualquier cita importante, la pandilla de la que yo formaba parte franqueaba la puerta de entrada del Bar Tuilla. Previamente, habíamos convenido con su dueño, un Rufo afable y siempre dispuesto a complacer nuestros deseos, los detalles de una ceremonia que significaba un rito iniciático con el que aspirábamos a obtener un nuevo estatus juvenil. En la escuela habíamos aprendido que el mundo era una circunferencia achatada por los polos, pero nuestra intuición nos aseguraba que, a poco que profundizáramos en nuestros esfuerzos, podríamos acabar convirtiéndonos en los nuevos exploradores del siglo veinte.

Bastaba con imprimir cierta cadencia al esqueleto, con apurar el vaso de licor y hacer un brindis tras otro y, sobre todo, con desentrañar el misterio que se ocultaba en los pechos y en las miradas de alguna de les moces que aquella tarde habían decido compartir con nosotros el excitante viaje. No podría asegurar si se trataba de mi primer guateque (uno de los dos o tres primeros es seguro), pero acostumbro a recordar, cuando las conversaciones así lo reclaman, que fui pionero en la práctica del auto-stop y en la asistencia a los guateques, que comenzaban a ponerse de moda en aquella época (además del mítico lugar que para mí fue el Bar Tuilla, me asoman a los recuerdos los celebrados en Casa Camporro o en el Bar Deportivo, entre otros).

No puedo evitar una sonrisa mientras contemplo el «calderu» de entonces, lleno hasta el borde de bebidas distintas y de diferentes graduaciones de alcohol (una suerte de inocencia nos hacía pensar que cubriéndolo con la corteza de alguna fruta, naranja, sobre todo, conseguiríamos rebajar su nivel de peligrosidad). Y en esta retrospectiva se me cruzan los botellones de ahora, al que algunas personas no cesan de denostar, sobre todo las que continúan empeñadas en medir tiempos y cotejar calidades que no resisten ninguna equiparación, vista la distancia que separa a unas y a otras generaciones. Quizás a veces pueda distinguirnos de los jóvenes actuales los distintos modos de celebrar los festejos: aquella tarde noche, una de las columnas del Bar Tuilla se llenó de innumerables muescas (palotes o cruces, por decirlo de un modo más expreso) que cada uno de nosotros íbamos anotando en la pared a medida que terminábamos de apurar el «vasu altu, de tubu», lleno de especies alcohólicas de todo tipo. Mas, en todo caso, unas y otras generaciones crecimos con los pantalones cortes y con el inevitable sarpullido de granos y de espinillas en el rostro, como una confirmación de que la vida es un juego en el que todos tomamos parte alguna vez.

Hacia las ocho de la tarde, aproximadamente -los Beatles, los Rolling Stones o quizás algún conjunto del país estarían sonando en el toca discos-, irrumpió en el local el padre de una mocina que se encontraba entregada, como el resto, al enardecimiento producido por el baile y por algún que otro viaje hasta el calderu (una garcilla servía para recoger el espirituoso caldo y subirlo hasta el vasu). Su aspecto enojado era patente, como también su inquietud al saber -eso le habían dicho- que su hija estaba presente en el local. Por cierto, y aunque sólo sirva para dejar constancia de aquella tarde mágica, los que nos encontrábamos allí pudimos presumir, años más tarde, de que la mocina en cuestión había adquirido cierta fama, hasta el punto de aparecer en las pantallas del cine y de la televisión. Natural de La Felguera, omito hacer mención expresa de su nombre, pues a buen seguro que acudirá pronto al recuerdo de quienes se asomen a la lectura de esta pequeña crónica. Pero continuemos observando al disgustado padre, que se mueve de un lugar para otro del local en busca de su hija. Como es lógico, la solidaridad con el lado femenino apareció al instante. Recordamos que en Fuenteovejuna todo el pueblo había actuado al unísono, así que nos faltó tiempo para intentar sacar al padre de su error. Le habían informado mal, B (esta es la inicial de su nombre) no estaba allí. Habría sido un despiste, una pista equivocada, como sucede tantas veces, si bien el hombre no parecía muy dispuesto a creernos y continuaba girando ojos y pies en busca de alguna señal confirmatoria. Para entonces, habíamos dispuesto ya tres torres defensivas, tres mozos -Enrique Serrano, Manuel Jesús Blanco y José Ángel, «Guti»-, a cada cual más espigado, que se ocuparon de ocultarla, cubriéndola con su cuerpo. Cada giro del padre era contestado en la misma dirección por la pequeña muralla humana, y así, moviéndose unos y otros de uno a otro rincón -B permanecía agachada detrás de ellos, siguiendo sus pasos-, fueron transcurriendo unos minutos lentos y angustiosos. Hasta que por fin pudimos emitir un suspiro de alivio. La treta había funcionado y el padre, más o menos convencido, se alejaba hacia la calle. Celebramos el éxito con nuevas muescas en la pared y B no tardó en irse para casa. Tenía que demostrar que Fuenteovejuna llevaba razón y que su presencia en el local no había pasado de ser una falsa alarma.

Al día siguiente nos llamó Rufo. Al buen hombre se le notaba cariacontecido. Acaba de recibir una visita molesta: nada menos que una embajada de monjas que, enteradas del desaguisado del día anterior -me imagino a alguna alumna que había asistido al guateque bailándole los ojos mientras lo contaba a sus compañeras-, le había conminado a no reincidir en semejante orgía. En una época escasamente proclive a la democracia, la religión continuaba manteniendo el peso de su púrpura, de modo que un Rufo abatido nos comunico que, desgraciadamente, tenía que hacerles caso. Sin embargo, la prohibición de los escándalos y de los botellones tipo calderu no tardó en quebrarse. Rufo decidió desoír el mandato divino y a las dos o tres semanas, como mucho, ya estábamos de nuevo metidos en plena faena. Eran los años sesenta e, inevitablemente, todos estábamos contagiados, en mayor o menor medida, por ciertos aires de libertad.

Se dice que las paredes de los edificios antiguos son el refugio de los fantasmas, pero, en ocasiones, cuando paso por delante del Bar Tuilla, creo escuchar una música de baile que acaricia mis oídos. Termino dándole la vuelta a uno de mis versos: ¿Qué somos, en verdad, sino esa resina húmeda de la memoria que a todos nos pertenece?