Hay una inteligencia irreductible que sobrevive a la erosión del tiempo. Por eso, leer a G. K. Chesterton sigue siendo un reconstituyente vital y un acicate para la curiosidad más exigente. Por eso mismo también, como escribe Abelardo Linares, director de la editorial Renacimiento, la lectura de este prolífico escritor de ficción y ensayo tiene mucho que ver con ser un niño y asistir una noche estrellada de verano a un espectáculo de fuegos artificiales. Efectivamente, deslumbran las palabras y las ideas por su estruendo y fogosidad, y lo artificial de su pirotecnia literaria lo es en el sentido del verdadero arte, nunca en lo artificioso.

Renacimiento ha recuperado un inédito en español de Chesterton, Lo que vi en América, publicado por primera vez en 1922. Se trata de un conjunto de impresiones que el autor sacó a raíz de un viaje a Estados Unidos. No son sólo impresiones, rememorando con frecuencia al viejo Dickens, del país que se visita por primera vez. Chesterton siempre apunta en varias direcciones y dispara a todo aquello que se mueve o le inquieta; de modo que entre conferencia y conferencia le da a tiempo a detenerse en las modas y costumbres de los americanos para volver una vez más sobre los viejos asuntos: entre ellos Inglaterra y la lógica.

El turista no se entera apenas de nada pero el viajero, como el mismo Chesterton reconoce, nunca logra entender al país extraño. Lo contrario requeriría tiempo, observación, ganas y suficiente espíritu para plegarse a los hábitos del lugar mostrando interés por ellos. Los ingleses, por ejemplo, han dado la vuelta al mundo creyendo encontrarse en casa y esto no ha contribuido precisamente a una identificación del exterior. Normalmente, el extranjero aprecia la característica del país que visita, que le resulta fantástica, sin llegar a advertir la que le sirve de equilibrio. «El inglés va, lo mismo por pequeñas aldeas suizas o italianas que por montañas agrestes e islas remotas, pidiendo té en todas partes sin pensar que se comporta igual que un chino que entrara en todas las tabernas de camino a Kent o Sussex pidiendo opio. Pero la cuestión no es sólo que pida aquello que no puede esperar que le ofrezcan, sino que ignora incluso aquello que le ofrecen», escribió.

Chesterton, obviamente, no era el tipo de inglés que se comporta igual que un chino buscando opio en Sussex. Probablemente nunca fue un buen turista pero sí un meticuloso viajero lleno de curiosidad capaz de confrontar y extraer conclusiones inteligentes entre lo que conoce y aquello que le resulta nuevo. No se agota, pese a que siempre utiliza los mismos trucos; lo suyo no es la sorpresa, sino el reencuentro gozoso con los mismos temas: la probabilidad de la muerte, el progreso, el futuro de la democracia, el patriotismo, la batalla contra el mal, la lucha contra el despotismo, la religión etcétera.. Resulta imposible salir de una obra suya tal y como se ha entrado. Se sale otro, igual que si se hubiera librado un combate de las ideas, y tan feliz como después de una velada etílica entre viejos amigos. En su visión de Estados Unidos, hay referencias a las ciudades, al campo, a la Prohibición, a Lincoln y a las causas perdidas, al problema irlandés y la visión que tienen de él americanos e ingleses, a las modas y las costumbres, la opinión pública y la prensa. Y, por supuesto, a Inglaterra. Son especialmente divertidas sus reflexiones sobre el trabajo de los entrevistadores neoyorquinos y los encargados de ponerle el titular a las entrevistas que le hacen. Chesterton cuenta que una de las primeras preguntas que le formularon al llegar a Nueva York fue cómo explicaría la ola de crímenes que estaba padeciendo la ciudad. «Naturalmente yo respondí que podría deberse al número de conferenciantes ingleses que últimamente habían desembarcado».

Evidentemente, el gran escritor inglés no cayó en la misma trampa que el arzobispo de Canterbury, que, pese a haber sido advertido en Southampton, antes de embarcar, de la impertinencia de los reporteros americanos optó por responder preguntando, a su vez, cuando le pidieron su opinión sobre la proliferación de las casas de putas en Manhattan. «¿Hay de verdad muchas casas de ésas?». Al día siguiente, el sumario de la noticia de la llegada del prelado británico a la ciudad no dejaba lugar a la duda sobre las verdaderas intenciones de la pregunta: «Lo primero que hizo el arzobispo al pisar Nueva York fue preguntar: «¿Hay muchas casas de putas en Manhattan?».

Este método del empujón, según Chesterton, hacía de los reporteros norteamericanos unos auténticos artistas: «Para un inglés sería mucho más difícil preguntarle de improviso a un completo extraño la exacta inscripción que se lee en la tumba de su madre», escribe. Lean a Chesterton.