El poeta, traductor y crítico literario Jordi Doce (Gijón, 1967) reúne en La ciudad consciente todos sus ensayos sobre T. S. Eliot y W. H. Auden, dos autores a los que ha vertido al español con enorme acierto (formidables son, por ejemplo, sus trabajos sobre Burnt Norton o Marina, del primero, y Calibán al público o España, del segundo). Doce es uno de los mejores traductores de poesía en lengua inglesa con los que cuenta ahora mismo nuestro país, pero, si bien sus versiones de Auden (Los señores del límite, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007) llegaron a ocupar espacio en las librerías, no ocurrió otro tanto con las de Eliot, pues la antología de éste que él y Juan Malpartida prepararon en 2001 para Círculo de Lectores no fue distribuida más que entre los socios del club por un problema con los derechos de autor. Una lástima, porque todas las traducciones incluidas en ese volumen tienen gran interés, empezando por la de Cuatro cuartetos de Doce y la de La canción de amor de J. Alfred Prufrock de Malpartida.

Precisamente dos de los ensayos que contiene «La ciudad consciente» son los prólogos que el gijonés escribió para introducir sus versiones de ambos poetas, cuya obra, según afirma en el prefacio del libro, «señala un momento de transición en el desarrollo de la poesía moderna en lengua inglesa. Un momento -prosigue- que cabría definir como el epílogo del legado simbolista y el preludio de otra edad, en la que aún estamos, caracterizada por (?) la incertidumbre sobre el rumbo a seguir». Como lector, Doce considera la postura de Auden «más sensata o provechosa a estas alturas de la partida», pero admite que la poesía de Eliot es «una cima de perfección estética (?) que ningún poema de Auden está cerca de emular». Sin embargo, rompe una lanza por el segundo al reconocer que su trabajo «da carta de naturaleza al poeta como ciudadano burgués maniatado por las (?) contradicciones de su condición», que es justo el lugar más alejado del «púlpito de superioridad solitaria» desde el que lanzaron sus prédicas Eliot, Yeats, Valéry o Juan Ramón Jiménez; una tribuna que «nuestro tiempo, teñido de ironía y descreencia», ya no permite levantar.

Eliot y Auden, poetas modernos, tienen como nexo la ciudad, aunque, por más que ambos sigan a Baudelaire, difieren en el tratamiento que conceden al tema. Para el primero, sobre todo en su obra inicial, la ciudad no es un escenario, sino el otro protagonista del poema, que agrede al flâneur en sus paseos y sacude al insomne en sus vigilias; un personaje al que, de acuerdo con los dictados del simbolismo finisecular, pero también de conformidad con su exigente fe puritana, condena por «su materialidad grosera» y porque es «el espacio de la caída». Más adelante, en «Cuatro cuartetos», ya definitivamente embarcado en su proyecto de recuperación del dogma religioso, le otorgará «de manera invariable rango infernal o de pesadilla».

En cambio, Auden («tal vez nuestro primer poeta posmoderno») no ve en la ciudad sino el ámbito donde se desarrolla la vida cotidiana, y su presencia, explica Doce con sumo tino, «se traduce en (?) la irrupción de la prosa en el poema», algo que en su día ya percibió con claridad Jaime Gil de Biedma, quizá su primer valedor entre nosotros. En su obra, como expone el gijonés, la poesía se contamina «de datos circunstanciales y epocales, reinventándose como enunciado de un sujeto consciente afincado en un lugar y un tiempo muy concretos». Y esto es así porque, para él (como luego lo será para John Ashbery), la ciudad también es el centro emisor de la jerga periodística y el territorio de la vulgar reflexión a la que se entregan los urbanitas en sus tiempos muertos. Sin embargo, esta reivindicación de lo apoético que Auden inaugura, esta propuesta democratizadora que reacciona contra la voz absolutista de los herederos del simbolismo (Eliot entre ellos), no estaría completa si antes el autor no hubiera quedado marcado por lo que Doce llama «el estigma del poeta moderno», que es, al mismo tiempo, «la fuente de su poder»: la voluntad de creer cuando creer es una actividad que «el escepticismo y la duda» sabotean sin descanso; voluntad que es una maldición para quienes, como dejó escrito en «Monumento a la Ciudad», «fieles sin fe, murieron por la Ciudad Consciente».

De esas dudas está llena la poesía de Auden; de dudas y, a veces, de contradicciones tan visibles que el autor se sintió impelido a corregirlas. Quizá la más famosa sea la que afecta a su poema «España», compuesto en 1937 al calor de su viaje a nuestro país. En plena contienda bélica, el poeta cede al entusiasmo revolucionario con el que hasta entonces sólo había coqueteado intelectualmente y se granjea críticas muy severas con el verso: «La aceptación consciente de culpa ante el asesinato necesario». Tres años después, incómodo con los reproches, trueca su última parte en el impreciso sintagma «el hecho del crimen». Finalmente, en la edición de su poesía reunida publicada en 1966, lo excluye con el argumento de que es un poema «deshonesto», aunque, para probar esa deshonestidad, no cita el verso en cuestión, sino las dos líneas finales: «La Historia a los vencidos / puede ofrecer su pena pero no ayuda ni perdón». Y razona: «Decir esto es equiparar bondad y éxito. Haber sostenido esta doctrina perversa ya habría sido bastante siniestro, pero haberla puesto por escrito sólo porque me sonaba retóricamente eficaz resulta imperdonable».

Otro ejemplo de esta pulsión correctora es el verso de «1 de septiembre de 1939» que reza «debemos amar al prójimo o morir», luego transmutado en «debemos amar al prójimo y morir». Doce dedica a este largo poema, que Auden también decidió dejar fuera de su poesía reunida, gran parte de su último ensayo, «El poeta en la ciudad», quizá el más valioso del conjunto. Como nos recuerda el crítico asturiano, la pieza (y, en concreto, sus dos versos iniciales: «Estoy sentado en uno de los antros / de la calle Cincuenta y dos») suele ponerse como ejemplo de la superación de la concepción vática que instauraron los románticos y que, con todos los matices que se quiera, llega hasta Eliot. Joseph Brodsky, entre otros, ha intentado probar que en este poema Auden se transforma en una suerte de informador con veleidades de moralista, alguien que puede plasmar los temores de una época poniéndose a la altura de quien los padece. Sin embargo, si es así, lo hace sin acabar de decidir qué papel le gusta más: si el del cronista en pugna con el oráculo del vate o el del «legislador no reconocido» del mundo que propugnaba Shelley. De esa indefinición, de ese no saber si bajarse o no del púlpito, Doce extrae una idea iluminadora: Auden no está rompiendo con el linaje alto romántico, lo está adecuando «a las nuevas circunstancias imperantes», aunque sea a través de una disfunción en la que cabe ver la consecuencia de una nueva contradicción: aquélla en la que sume al poeta el desdén de la misma sociedad a la que intenta acercarse.