Permítanme por esta vez que utilice la primera persona para escribir sobre el último libro de Antonio Tabucchi y contarles que conocí el hotel Doma, de La Canea. Chaniá es un nombre hermoso para referirse a la ciudad más atractiva de Creta, pero no sé por qué siempre me ha gustado llamarla La Canea, como los venecianos, cuya presencia traen a colación el viejo puerto y sus arsenales.

El Doma, del que son habituales Tabucchi y su mujer, Maria José, es, como él mismo cuenta, un pequeño y elegante palacete neoclásico del siglo XIX situado en primera línea del mar. El trato exquisito, al igual que el mobiliario, pertenece a otra época, los cuadros, viejas fotografías y objetos que rodean al huésped le hacen sentirse en su propia casa, tan propietario de la memoria como si hubieran formado parte de su vida. Abres de par en par los ventanales de las habitaciones que dan al mar y no quisieras moverte más de allí. Todo en el Doma resultará inolvidable para el visitante, la atmósfera, los manteles de lino, las mermeladas caseras, el yogur y la gelatina de rosas, que cita Tabucchi en su libro Viajes y otros viajes, que despliega ante los ojos del lector un mundo recorrido y alimentado, a la vez, por las lecturas y la propia escritura. Localizado en el suburbio de Halepas, donde en un tiempo se situaban las legaciones internacionales, la casa del Doma fue sede del consulado austro-húngaro y temporalmente en 1944, cuando ya pertenecía a la familia de sus actuales propietarias, acogió también una representación diplomática británica. En una dirección, enlaza a través de una preciosa carretera de costa con la casa del patriota Eleftherios Venizelos, político y miembro de la Asamblea cretense que en 1905 declaró la unión de la isla con Grecia. Y en otra, con el citado puerto veneciano.

Todo en el libro de Tabucchi resulta evocador como lo es el Doma. Literario, vivido, pensado y disfrutado. Las historias que incluye, mayormente publicadas en artículos en distintas etapas y por separado, rayan en la metaficción. Dos de las piezas autobiográficas, L'Inde. Que sais-je? (La India. ¿Qué sé yo?) y La Lisboa de un libro mío están en la raíz de dos de sus novelas más famosas, Réquiem y Nocturno hindú. En ellas, Tabucchi viaja a través de la memoria y la imaginación para volver al escritor que era cuando escribió las novelas y de ese modo puede confesarse con los propios personajes.

El mismo Tabucchi se ha sincerado también con Paolo Di Paolo en la entrevista que abre la edición española de Anagrama. Asegura que es un viajero que nunca ha hecho viajes para escribir sobre ellos, algo que siempre le ha parecido una estupidez. «Sería como si uno quisiera enamorarse para poder escribir un libro sobre el amor». Pero los viajes han sido, por contra, la corteza literaria cuando no se han convertido en protagonistas de sus estupendas historias. Ahí están para probarlo el citado Nocturno hindú, Dama de Porto Pim o sus cuentos, como aquél que me hizo recorrer Lisboa de arriba abajo en busca del restaurante de mesas de mármol y mostrador de cinc del señor Tavares para comer el arroz de cabidela en compañía del fantasma de Maria do Carmo Meneses de Sequeira. ¿O no era un fantasma la Maria Do Carmo que recitaba el Lisbon revisited de Álvaro de Campos bajo la tupida pérgola de buganvillas del mirador de Santa Luzia?

El escritor que teje sueños es capaz de encontrar fábulas del Próximo Oriente en los clásicos y, al mismo tiempo, retazos de la vida cotidiana. Tabucchi exhuma a los protagonistas de las obras clásicas de la literatura con el fin de volver a resituar en ellos a los viajeros del mundo moderno. Los Robinsones es una pieza divertida sobre lo que Robinson Crusoe precisamente no hallaría en el Resort Robinson, un centro turístico de Cancún en el que el escritor y su esposa tienen la desgracia de caer debido al desacierto de un amigo que hace la reserva desde México DF, pensando que se trata de un hotel perdido, acaso de madera, asomando al mar entre ruinas mayas, cuando lo que realmente encuentran allí son seiscientos turistas procedentes de Baviera y Texas.

En los viajes de Tabucchi están el tren de la infancia que le llevaba desde la campiña pisana a Florencia, el cementerio marino de Sète, Madrid, la plaza del Diamant, los Cárpatos, Kioto, El Cairo, Nueva York, Washington y Einstein, una mirada fugaz sobre Canadá por culpa de una película, el Ouro Preto, la Génova de La línea del horizonte, la India de Nocturno hindú, las Azores de Dama de Porto Pim, la Lisboa de casi siempre y hasta un cuaderno australiano. Además de los viajes inducidos por la literatura: paisajes de Drummond, Sophia de Mello Breyner, Gregor von Rezzori, Borges y hasta el hermosísimo relato sobre un mongol que se refugió en el huerto toscano de la tía Rita.

Antonio Tabucchi, a pesar de haber viajado mucho, jamás lo hizo para escribir, pero escribiendo no ha dejado nunca de viajar. Y cada año, desde el 2000 en que lo descubrió, vuelve a Creta y al hotel Doma.