En «Sobre un tema de Lucrecio», escribe el poeta John Burnside (1955): «Esta súbita / llegada a algún lugar / a través de un rasguño en la estructura, / este vislumbre de una ausencia / que toma forma entre dos vidas€». El fragmento es plenamente ilustrativo de la poética del escocés, que, de forma insistente, y con una rara aleación de precisión y visión, busca revelar aquello que, pese a su fugacidad o su indefinición material, deja una huella indeleble en quien lo atisba. Da igual que el lugar del hallazgo sea el yo, la naturaleza circundante o la mezcla de ambas cosas en una contagiosa e inagotable relación biunívoca: los poemas de Burnside exploran rendijas, intersticios, tierras de nadie; el mundo que hay entre lo que está a punto de dejar de ser, pero aún es, y lo que, de forma incipiente, empieza a manifestar su carácter.

Ese mundo se identifica a menudo en su obra con el espacio físico de las afueras, a las que, consecuentemente, Burnside atribuye «una cualidad abstracta» y hace acreedoras de su «sencilla idea de orden, que no es más que una noción de riesgo valioso y calculable». El riesgo, cabría añadir, que puede asumir un poeta que aspira a la epifanía pero mantiene los pies en la tierra, y que está tan lejos de la «idea de orden» de Stevens (la excelencia de la práctica literaria) como de la de Blake (el poema como medio de penetrar en lo desconocido).

«Las afueras» es uno de los sesenta poemas del escocés que conforman la antología Conjeturas y esperanza, que Jordi Doce ha traducido para darnos una primera y amplia muestra del trabajo de Burnside y, además, uno de los mejores libros de poesía de este año. Una versión, por cierto, que hay que colocar entre las más brillantes del poeta y traductor asturiano, que no sólo traslada con éxito la fluidez y ductilidad del original, sino que en ocasiones logra, si se me permite decirlo, enriquecerlo. Así, por ejemplo, en el verso, perteneciente al poema «Like me» («Como yo»), que dice: «It trembles, liquid to the mind», y que Doce convierte en: «tiembla, líquida al tacto de la mente». El hecho de que lo que tiemble sea «una palabra, / una sola gota incontaminada / de sonido», no hace sino validar la licencia que se toma el traductor para añadir otro orden sensorial a la sinestesia.

Desde sus primeros y ya muy logrados esfuerzos, Burnside ha pretendido ocuparse, como él mismo escribió, de «la cualidad misteriosa del mundo natural y los momentos de revelación que a veces se presentan a los que parece que vivimos al margen de ese mundo». El lector de Conjeturas y esperanza hallará pruebas de ello en poemas breves y compactos como «Nosotros», «Perdido» u «Ocho de la mañana, cerca de Chilworth», en los que el sujeto poético (romántico) se repliega hacia dentro y vibra con emoción infantil ante lo que descubre. Sin embargo, a partir de El mito del gemelo (1994) y, sobre todo, El baile del manicomio (2000), Burnside ensaya otras fórmulas para amplificar la señal (o para estimular la aparición de lo inefable) e inicia la escritura de una serie de largos poemas secuenciados en los que sus paseos traen, además de epifanías, certeras reflexiones sobre la vida adulta. Es aquí donde se encuentra la verdadera aportación del escocés, que, partiendo del silencioso y sagaz infante que habla en «Una muerte en la familia» (reminiscente del primer Heaney), intenta desentrañar, con un fraseo más americano que británico, «los días en que cada pensamiento / evoca la plegaria de un niño / un deseo complejo / expresado con demasiada claridad / en palabras demasiado sencillas».

Son ésas, con todo, las palabras que Burnside se siente obligado a usar, aunque sepa que «nada ha venido de aquel otro lugar» que acota «en sueños y canciones», y que «el ángel que se acerca» al lecho conyugal «esperando algo de comer», como los ángeles custodios de Jorie Graham, no va a traerle más que «el don arisco de lo cotidiano: / la promesa de lluvia, una pisada, el temor a encajar».