Con el inefable título de Asturcones. Treinta y un poetas de Asturias, la editorial madrileña Canalla Ediciones presenta una amplia selección de poetas asturianos vivos que, bajo la tutela de David San Andrés (el-poeta-anteriormente-conocido-como-David González) y Pidal Montes, constituye un escaparate de la poesía asturiana más allá de la cordillera Cantábrica.

El libro nace «sin más pretensión que la de ser una humilde propuesta, pequeña si se quiere, pero no insignificante, de la calidad, riqueza y variedad de propuestas de poesía escrita por autores asturianos», afirma San Andrés en el escueto prólogo de presentación, quien otorga al mismo la naturaleza de complemento «de otras propuestas más o menos exhaustivas, como puedan ser, por ejemplo, y cito de memoria, sin consultar mi biblioteca, Poetas asturianos para el siglo XXI, Poesía astur de hoy, Leyendas urbanas o Toma de tierra».

En este bestiario lírico, el lector encontrará animales consagrados como Jordi Doce, Pelayo Fueyo, José Luis Argüelles o Miguel Rojo, asturcones solitarios como el propio David San Andrés, promesas sobradamente cumplidas (a pesar de su juventud), como Sofía Castañón o Isibisse Rodríguez, y autores inéditos en papel hasta ahora, como Lara Río, Alejandro Mos Riera o Rosario Hernández Catalán.

El escritor Elias Canetti configuró al animal totémico como un animal ancestral que representaba los lazos con la naturaleza más allá del linaje humano. A propósito de esto y en relación a la música, cuenta Santiago Auserón en su excelente ensayo El ritmo perdido. Sobre el influjo negro en la canción española (Península) que adoptar un nombre totémico «expresa un deseo de metamorfosis y de multiplicación, pero no en el sentido de la reproducción genética y lineal, sino como fenómeno de masas o asociación de energías a la vez en el espacio físico y en el plano de los símbolos».

Siguiendo las huellas del tótem marcadas por Elias Canetti en el imprescindible Masa y poder, el autor judío nos conduce hasta la muta, una especie de horda en fuga de no más de veinte personas, que sostenía una doble relación con el entorno y el espíritu de sus antepasados, a través de sus animales totémicos. La palabra muta procede del verbo latino movere. En Francia alcanzó un significado diferente al de jauría que mantiene todavía en España. Allí la muta es también sinónimo de alzamiento o motín. Pues bien, el tótem aplicado a un colectivo como pudo ser la muta de caza o de guerra servía para destacar ciertas cualidades del grupo humano. Su significado se intensificaba para diferenciarlo de otros grupos con los que no admitía intercambio. En consecuencia, con el nombre totémico, un clan no esperaba relacionarse con otros, sino todo lo contrario, buscaba segregarse.

Dice Gracia Noriega en uno de sus textos, a cuenta de los asturcones, que son caballos de andar grácil, fuerte y sobrio. En una de sus églogas, Marcial apunta que los asturcones son caballos de galope cadencioso. Horacio y Silo Itálico relatan que los pueblos astures, durante sus campañas bélicas contra los romanos, sacrificaban asturcones, cuya sangre probablemente bebían con el ánimo de transferir en ellos las cualidades de sus caballos. En cualquier caso, hoy guardamos una visión romántica de esta raza equina, aislada del mundo en los valles del Sueve, a su modo, salvaje, genuina y paradójicamente marcada a hierro por el hombre para poder garantizar su supervivencia.

No sabemos con certeza si David San Andrés pretendía una metáfora invocando a los asturcones en este libro y, si así fuera, no terminamos de averiguar si acierta o fracasa en el intento totémico de identificar a todos ellos con el asturcón, pues incorpora a tantos poetas y de tan diverso pelaje que impide considerarlos un colectivo sin más rasgo en común que una comunidad autónoma. Como es obvio, esta circunstancia no es suficiente para hablar de clan, y de haber sido así, sus pretensiones nunca fueron segregacionales.

Y es que el único orden que rige sobre esta antología de poesía asturiana contemporánea es el orden alfabético, la fe de vida de todos ellos y la llamada de San Andrés a participar en la edición de un libro que conserva el valor extraordinario de no haber sido editado en Asturias. Quiere uno decir que hubiera sido mucho más interesante seguir otros criterios más exigentes que dotasen a estos asturcones de cierta unidad, por no decir entidad generacional, política, literaria, aunque de haber sido así, un buen puñado de ellos se habría quedado fuera, a la espera de otra oportunidad que les hubiera encontrado en mejor forma.

De manera que estos asturcones nos dejan, en su conjunto, un sabor amargo, dada la aparente ociosidad con la que han sido seleccionados. Qué sugerente hubiera sido para nuestra literatura descubrir que hay poetas asturianos que funcionan como un clan segregado, dispuestos al alzamiento y cuyos miembros mantienen ante la poesía asturiana una relación de amor y consideración mutua, una especie de muta de caza, que diría Elias Canetti, que no sólo hubiera sido reunida bajo la necesidad de ser más de los que realmente son, representados bajo la evocadora figura de un asturcón.