Daniel Woodrell (Springfield, Missouri, 1953) escribe sobre lo que conoce. Nació en las montañas Ozark, de donde emergen unas raíces familiares que se remontan a 1840. En la actualidad vive allí, en West Plains, a un tiro de piedra de la casa donde creció su madre. Woodrell abandonó la escuela para unirse a la Marina cuando tenía diecisiete años, y acto seguido se dedicó a trabajos manuales, reparaciones de techos, jardinería, etcétera, mientras recorría América haciendo autostop. Es el autor, entre una docena de novelas, de Los huesos del invierno, que Debra Granik llevó al cine hace unos tres años con resultados más que aceptables y la inquietante presencia en la pantalla de la formidable Jennifer Lawrence. La película (Winter's bone) obtuvo el primer premio del Festival de Sundance.

Los personajes de Woodrell son montañeses, palurdos enganchados al negocio de la metanfetamina, como sus antepasados lo estuvieron durante la "ley seca" a las destilerías clandestinas de alcohol, y heroínas de la supervivencia en una tierra hostil, donde el vínculo de la familia es más fuerte que el de la ley. Gente como la de West Plains que nunca ha oído hablar de Daniel Woodrell, y que, como uno de ellos mismos le confesó la primera vez que entabló conversación con él después de tres años siendo vecinos, nunca le preguntarían a una persona de qué forma se gana la vida.

Alba publicó el año pasado traducida al español Los huesos del invierno (2006) y ahora repite con una anterior novela del autor, "el más importante de los escritores menos conocidos de Estados Unidos", según comentó el mismísimo Dennis Lehane, que se cuenta entre sus admiradores, al igual que George Pelecanos. En La muerte del pequeño Shug (2001), Woodrell indaga en la mirada de un adolescente de trece años para penetrar en la vida de tres seres: la del propio niño, la del delincuente psicópata en libertad condicional que finge ser su padre y la de una madre que se resigna a su miserable destino tras haber conocido tiempos mejores. Todos ellos viven en una choza al lado de un cementerio, condenados a un universo sombrío, hasta que irrumpe la salvación en el Thunderbird que conduce un desconocido de modales distintos al del jefe de la casa.

Hasta ese momento la vida del pequeño Shug había tenido como único pretexto la figura materna. Sobre él, el autor proyecta una aguda visión de los celos incestuosos que marcarán el derrotero de la historia: el temor a la crueldad imprevisible del padre y el odio al forastero que va ganando poco a poco el afecto de su madre. La turbulencia de los impulsos del adolescente y las pasiones que se van desatando conducen el relato por los caminos del suspense. Woodrell, al igual que haría más tarde en Los huesos del invierno, se desenvuelve con gran soltura en la descripción de las emociones de sus personajes. Por ejemplo, cuando el pequeño Shug cuenta cómo observa una noche en su vuelta a casa a su madre y al nuevo hombre de su vida, sentados uno al lado del otro en el automóvil de éste hasta que las lunas del T-bird se empañan, confiando en que no pase nada entre ellos. "Cuando los pájaros empezaron a cantar al amanecer, como todos los días, volví a mirar pero no vi sus cabezas por las ventanillas. Me quedé dormido, con la cara apoyada en la mesa. El sol estaba ya alto en el cielo cuando desperté y la vi sentada enfrente de mí. Mi camisa apenas le cubría el cuerpo, y tenía el sujetador en la mano" (página 154).

Enorme escritor, Daniel Woodrell, que no sólo sabe poner su prosa a la altura de esa sordidez que empaña sus novelas, sino que manifiesta un dominio del estilo y de la trama sin fisuras. Algunos de los párrafos suenan con la potente entonación que requiere el color local en un mundo cerrado, siniestro y mezquino, agonizante como una mosca en el fondo de un vaso. "La pierna herida de Carl parecía una salchicha podrida olvidada en el fondo de la nevera" (página 83). O "Por la luz se veía que ya era hora de desayunar, pero sus relojes, que funcionaban con las pilas de la droga, parecían marcar otra hora, la del principio de la noche, cuando la juerga no ha hecho más que empezar" (página 51). Como ha escrito Lehane en uno de los apéndices de la novela, "las montañas Ozark son suyas y sólo suyas y están tan marcadas por la impronta imborrable de su poesía salvaje y sobria como lo están el Mississippi de Faulkner o la Albany de William Kennedy". Imposible expresarlo mejor. ¿No me digan que no les entran ganas de leer a Daniel Woodrell?