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Lo que en el autor parece soberbia retórica es humildad de ingenio

Sobre todos los accidentes objeto de su curiosidad, O'Hara mantiene una obsesión: la colisión deliberada, el 24 de marzo de 2015, del vuelo 9525 de Germanwings entre Barcelona y Düsseldorf a manos del piloto Andreas Lubitz. En aquel teatral acto de narcisismo, O'Hara rastrea una expiación colectiva más profunda. Con su egoísmo pueril, Lubitz restauró para los demás el sentido que las cosas habían perdido para él. Al estrellarse contra su propio vacío vital, Lubitz creó un núcleo a salvo de la nada. La catástrofe como catarsis.

Algo así como la viñeta inicial del clásico de Moore y el dibujante Dave Gibbons: en un plano picado desde el ventanal roto de su apartamento vemos sobre la acera el cadáver de El Comediante, uno de los últimos custodios de la moral. La nostalgia del orden perdido se confunde con el vértigo del vacío. El abismo, que repele y atrae, como la frontera necesaria.

Cruzando la coordenada del cómic con la cinematográfica del David Cronenberg de Crash (1996) obtenemos la localización estética de esta novela, en la que por eso mismo a mí me sobra, por gastada y por saturar de mensajes la pantalla, la estructura musical del relato, organizado en tres movimientos, "lento", "moderato" y "presto". El territorio novelístico se completa con el paisaje conceptual: la búsqueda de la caverna platónica matriz (escena central de la novela que me recordó a "El inmortal" de Borges), la realidad-simulacro de Baudrillard, paradojas científicas, digresiones artísticas (algunas, como las dedicadas a Louise Bourgeois o Pollock, algo prolijas). Todo, engastado en una sabia narrativa, que hace que vuelva interesado a las ficciones del autor. De ellas sigo prefiriendo la partitura a la música.

En el taller del relojero

De Menéndez Salmón no dejan de admirarme dos virtudes de relojero ("watchman", otra de las advocaciones de los vigilantes de Alan Moore). Una: su capacidad de encubrir los mecanismos de sus relojerías narrativas bajo una obra de orfebrería estilística y culturalista, a veces delicada, a veces excesiva, de modo que lo que parece soberbia retórica es humildad de ingenio. Y dos: su valor de aventurarse en pos de riesgos conceptuales pero volver siempre a su puesto para dar la hora en punto y que la ficción logre sus objetivos.

¿Cómo puede ser precisa una relojería montada sobre el capricho y la ambición? ¿Qué mecanismos dispone el artífice para guiar al lector en este thriller de engañosa liviandad? La novela está articulada con aparente desidia: un tradicional narrador omnisciente en tiempo pasado nos cuenta la historia. Su intencionalidad se descubre, sin embargo, al reparar en que los hechos pertenecen al futuro: esta voz demiúrgica y desde más allá del fin de la historia religa los hechos dispersos y hace que el futuro nos llegue pasado (¿profecía nostálgica del fin del apocalipsis posmoderno?).

Pero lo que celebro en las novelas del autor es que su valencia filosófica no altera el magnetismo primario de la historia, que leemos con avidez. Aquí, gracias a unos pocos recursos muy diestros. Primero, el dominio de los paratextos, en particular la imagen e informaciones de las cubiertas, que crean su propia expectativa de lectura: habrá un accidente, el de Andreas Lubitz, que pasa a actuar como prolepsis, resorte elemental del interés lector.

Pero, a su vez, la novela se entretiene en demorar ese interés insano. ¡Lubitz no aparece, maldita sea! La historia deriva por China, Venecia, Nueva York, Guadix? Ni siquiera huele a queroseno quemado. La entropía dispersa las historias que se acumulan sin ilación (la lactosa, el palazzo, las ruinas); la extrañeza aumenta en impaciencia, solo atenuada por la expectativa del accidente. Cuando nos demos cuenta, estaremos atrapados en un doble ejercicio: dar sentido a esas historias inconexas en función del accidente que tarda en comparecer, y anhelarlo. Un sutil ensayo sobre la lectura: "quizá, en el fondo, todo se reducía a eso. A pelear contra la entropía" (p. 237).

La novela resulta, al fin, una reflexión implícita sobre los mecanismos de la ficción, los hilvanes inverosímiles a que los lectores estamos dispuestos con tal de conjurar la entropía, algo de lo que Cortázar anticipaba en la breve gema de "Las líneas de la mano". Pero es lo de menos. Por alguna confidencia sabía que Menéndez Salmón había visto cosas que no creeríamos en una reciente estancia invitado por las autoridades culturales chinas. En su valija de Marco Polo resultó traer una novela de ciudades invisibles y vacíos tangibles. Muy recomendable.

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