Uno de los aspectos más negativos y perjudiciales del fútbol es el impudor con el que en ese mundo se pregona a voz en grito el precio de los profesionales del balón en un mercado donde los traspasos o los salarios o las primas fácilmente adquieren cifras millonarias. Sólo el marcar un gol, pongo por caso, puede elevar el precio del futbolista en varios millones de euros.

Se dice pronto cuando un trabajador no logrará cifras parecidas en toda su vida laboral por muchos bienes o servicios que produzca para la comunidad. Con escaso escrúpulo por el agravio comparativo a quien trabaja por un puñado de euros en jornadas de diez horas diarias o a los cientos de miles de trabajadores que no encuentran ocupación con la que alimentar a sus familias, a la prensa deportiva se le llena la boca del mucho dinero que fulanito o menganito gana por pegar patadas a un cuero redondo y producir un entretenimiento pasajero. Y me pregunto, ¿no deberían ser más discretos y no hacer tanta ostentación de unas desigualdades que, en justicia, no pueden más que ofender y vejar a muchísimas personas? El fútbol, hoy, es un mundo fuera del mundo.

Al verdadero aficionado al fútbol cada final de temporada es como si le arrancaran un pedazo del corazón. Durante las tardes de bufanda y camiseta se encariña con los futbolistas de su equipo, a los que sigue por los variados graderíos de España, y cuando en verano se abre la veda del descanso los profesionales del balón pasan de ser soldados que pelean en beneficio de sus propios colores a ser mercenarios que venden sus servicios al mejor postor.

Los aficionados maduros -va por ti, amigo Pepe Inclán, que lo llevas muy en el hondo- han empezado a aprender que el mundo no es como lo soñaron. Pero los más jóvenes, esos muchachos que jalean a sus ídolos con cánticos y consignas que van más allá del resultado de una tarde dominguera, deben sentirse burlados y heridos al ver cómo esos delanteros que driblaban al equipo contrario y enardecían el graderío, son capaces de colocar, sin soltar una lágrima, otro escudo encima de aquel al que hace pocos meses comían a besos. Ya se sabe que el fútbol es negocio y venta de camisetas.

Se supone, asimismo, que el fútbol ha tenido siempre su lado mercenario, al menos desde que se convirtiera en algo más que una liguilla que levantaba una copa al final de temporada. Todos los niños de una época han coleccionado álbumes o incluso fotos de mesa donde cobraban vida los futbolistas que en esa temporada recorrían los estadios españoles en tardes de domingo radiadas de minuto y resultado. Tiempos en los que era posible aprenderse de carrerilla los nombres de toda la plantilla.

El vértigo de los fichajes de ahora ha roto aquella magia del fútbol que perduraba en la memoria varias temporadas. Hoy, ya casi no da tiempo de aprenderse de corrido una alineación.

Antes bien, hombres de toda una pieza y edad, convertidos en masa alienada pueden desgañitarse gritando como locos, o pegando saltos como poseídos o abrazados con otros en un delirio infantil sólo porque su equipo ha marcado un gol.

El jugador Cristiano Ronaldo, él solito, gana 100 millones de euros al año. Es un ejemplo del descomunal abismo existente. Y lo más notable es que nadie parece sorprenderse. Todo ello nos ha colocado a la cabeza de las desigualdades en Europa. Creemos que en el valor y el precio está el quid de la cuestión.