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De cabeza

Seis de noviembre

Dentro de un año celebraré un pequeño aniversario empujado, no por añoranzas, sino por un estricto deseo de gratitud y justicia

Seis de noviembre

No sabemos qué será de nosotros de aquí al seis de noviembre de 2017. No sabemos cuántos goles marcaremos en propia meta ni cuántos partidos ganaremos en los minutos de descuento. Se acerca el final de año y llega el tiempo de repasos y previsiones. Estamos a punto de doblar la esquina de los buenos propósitos, pero cuando el presente nos sonríe, ¿para qué detenernos en balances y escrutinios? Dice la clasificación que el Oviedo está segundo, en puestos de ascenso directo. Como Ulises, prefiero amarrarme para no hacer caso de los cantos de sirena. La actualidad, cada vez más ruidosa e histérica, me disuade de caminar a su ritmo. Del pasado ya abusamos demasiado en forma de nostalgia; prefiero creer que, ocurra lo que ocurra, el próximo seis de noviembre celebraré un pequeño aniversario empujado, no por añoranzas, sino por un estricto deseo de gratitud y justicia. ¿Y cuál es la razón? Tan sencilla y compleja a la vez como que el pasado domingo se jugó un partido ente el Real Oviedo y el Lugo en el Carlos Tartiere: uno de esos partidos cuyos ingredientes hacen del fútbol algo que merece la pena y lo rescatan de esa interminable Gala de OT en que se está convirtiendo.

Dos rivales jugando con sus mejores recursos, una tarde fría y lluviosa, un césped que exigía bucear o caminar sobre las aguas y una afición que "saltó" al campo cuando más hacía falta. Se lamentaba Albert Camus de qué mundo este en el que solemnizamos lo obvio. Sin embargo, reivindicar de manera espontánea las raíces de un deporte como se hizo el pasado domingo es un acto de afirmación que no sobra. Hoy no me enredaré en comentar si el Oviedo lo fió todo a la intensidad o si el Lugo trató de rasear el balón como si fuera una tabla de surf. Ni enfrentaré la épica con la delicadeza. Nada de eso me importa en esta ocasión. Prefiero recordar que si una lejana tarde de los años setenta mi abuelo Marcelo me llevó por primera vez al viejo Tartiere fue para que, más allá de desear un camino de victorias para mis colores, disfrutara también del proceso; aprendiera a valorar que, en un momento dado, empatar es lo único que se puede hacer en esta vida. Que somos aficionados, no espectadores. Que mirar sin comprometerse es mera ética de mando a distancia y que no encajar las derrotas es pensar que la elegancia sólo está del lado de quien más paga.

Que el gol lo marcara Verdés, un actor de reparto (porque no nos engañemos, hay que ser muy futbolero para darle a un central el papel de protagonista) fue el punto y final más coherente con ese relato de noventa minutos.

Y haciendo un guiño a los Rolling Stones: es sólo fútbol, pero me gusta.

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