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Necrológica

Orri, adiós a un héroe

Orri Vigfússon, a la izquierda, junto a Mauricio Gordillo, responsable de la NASF en España. MAURICIO GORDILLO

Hacía unos meses que no hablábamos: por eso, al recibir un correo electrónico, hace unas pocas semanas, donde nos planteaba a sus colaboradores el futuro de NASF, pensé llamarlo. No lo hice, pues quise esperar a tener preparadas una serie de propuestas, tal como nos pedía, pero reconozco que me sorprendió el planteamiento. No pude evitar acordarme de una noche en el Hofsa, con su también amigo Sasha Savic, en la que charlábamos tras la cena y bajo una lluvia fina a finales de julio, mientras fumábamos, sobre lo que Orri Vigfússon suponía para NASF. Sasha, en su visión de triunfador en el mundo de la empresa, me decía que en alguna ocasión le había sugerido que tenía que profesionalizar la gestión. A los dos nos resultaba difícil imaginar el futuro sin él al frente. Orri y Kristin, su infatigable "assistant". Un equipo capaz de lo imposible.

Ahora, consternado aún por la noticia inesperada de su muerte, entiendo que aquel correo no era sino el anuncio anticipado de que el final estaba cerca. El final de un auténtico héroe de la conservación, como lo distinguió la revista Time en 2004. Un filántropo y, por qué no, un soñador. Un idealista que era capaz de consumir gran parte de su tiempo y también su patrimonio viajando alrededor del mundo por lo que, en los últimos 27 años, se había convertido casi en su único objetivo, su leitmotiv: la protección del salmón atlántico.

Le conocí a través de mi añorado Javier Loring. Cenamos en Reykiavik recién aterrizados en Islandia, donde fuimos a pasar una semana de pesca en el Big Laxa, y a donde volamos a la mañana siguiente. Orri iba y venía. Lo encontrabas en el desayuno y no lo volvías a ver hasta la cena del día siguiente. Viajaba de un río a otro, trabajaba sin parar, volvía a Reykiavik a recibir a algún pescador, de los miles que conocía, entre los que no eran infrecuentes los políticos, deportistas de élite y exitosos hombres de negocios de todo el mundo, a los que trataba con la misma naturalidad y cercanía que a cualquiera de nosotros. Así, de junio a septiembre.

Tenía algo de genio y, bajo su aspecto desaliñado, escondía una inteligencia y una sensibilidad fuera de lo común. Unnur, su mujer, nos contó en una ocasión que dormía con dos teléfonos móviles sobre el pecho, y que durante la noche atendía las llamadas del otro extremo del mundo, de manera habitual. Era un trabajador infatigable, y para él el jet lag y los husos horarios no existían. Solo pensaba en los salmones.

Dos años después nos invitó al Flojtaa, su pequeño río, como solía llamarle: Javier, Guzmán y yo además de Orri y Unnur. Le acababan de distinguir con el Premio Goldman, el más prestigioso reconocimiento medioambiental a nivel internacional. Estaba feliz. Javier y Guzmán pescaron sendos salmones la tarde que llegamos, y el matrimonio Vigfússon nos agasajó con una maravillosa cena. Ya tarde, después de un rato de tertulia sobre la situación del salmón en España, me invitó a conocer uno de su sitios preferidos. Bajo ese interminable crepúsculo que son las noches de verano islandesas, subimos a un mirador desde el que contemplamos el mar. Una lengua de arena en la playa lo separaba del lago Miklavan, al que entregaba sus aguas el Flotjaa, uno de esos prodigios naturales con los que, tan a menudo, nos sorprende Islandia. A lo lejos casi adivinamos, matizado el horizonte por un delgadísimo hilo de bruma, Groenlandia. Amaba su país igual que amaba a los salmones, si no es difícil llegar a entender la entrega a una causa como NASF. Fue entonces cuando alcancé a tomar conciencia de lo extraordinario de su esfuerzo y de lo excepcional de su persona. Todo sencillez y humanidad. Todo pasión, bajo su gélido -solo en apariencia- carácter nórdico. Más tarde, tumbado boca arriba sobre la cama de mi pequeña habitación de madera, dejé que llegara el sueño arrullado por los lejanos cantos de chorlitos y archibebes pensando en salmones, y notando como me invadía esa maravillosa sensación de aislamiento, que tanto bien nos hace cuando estamos junto a un río soñado.

Han pasado diez años desde entonces. Después vinieron más encuentros en Islandia, la cena anual en Oviedo, donde lo que recaudábamos apenas cubría sus gastos de viaje y a la que asistía con la misma ilusión con la que lo hacía a las fastuosas galas que NASF organizaba todos los años en Nueva York o en Londres -y en las que las donaciones recibidas nos harían palidecer a los pescadores españoles-, algún cocktail en Madrid y reuniones con políticos y responsables de Medio Ambiente.

Sabedor de lo difícil que su mensaje tuviera aceptación en España, nunca dejó hueco al pesimismo en su infatigable batalla para proteger al salmón.

Mientras tanto aquí los cambios en la gestión eran apenas perceptibles. Estaba convencido que la situación del salmón en España necesitaba una veda de al menos cinco años. Año tras año le convencía de matizar las propuestas y focalizar nuestros esfuerzos en la pesca sin muerte y en un acceso limitado y en condiciones de igualdad al recurso, prioridades también en la filosofía NASF, y él, aun consciente que la fragilidad de nuestras poblaciones aconsejaban dejar de pescar, accedía. Confiaba en quienes les unía la misma pasión por la especie y el mismo objetivo, casi romántico, de su conservación.

Era un exitoso hombre de negocios que aplicaba sus habilidades en la negociación para pactar moratorias con pescadores comerciales de Faroe o Groenlandia. Su máxima era que en ningún país del mundo la administración había salvado a los salmones, y que eran los pescadores quienes, con sus solicitudes de medidas racionales de gestión, lo habían conseguido.

Cuando hablábamos sobre lo raquítico de las donaciones que a duras penas recaudábamos en España, Javier Loring siempre le decía, con su sorna habitual, que la pena era que en este país los millonarios eran cazadores, y no pescadores. Orri se reía, con su gesto vikingo y bonachón, y nos reconocía nuestro esfuerzo haciéndonos miembros de la pequeña familia NASF. Una distinción solo reservada a los escasos soñadores que vamos quedando.

Ahora ha llegado el momento de continuar con su obra. Es el final de un hombre extraordinario. Sin él será difícil, pero su legado debe permanecer. Es todo un reto para los que creemos en su proyecto en este mundo en que la conservación está, las más de las veces, demasiado cerca de la subvención y de cuestiones ajenas al propio interés de una especie. Honremos su memoria actuando individualmente de la manera en que contribuyamos a conservar las poblaciones de nuestros mágicos salmones atlánticos. Su persona y su legado lo merecen.

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