Si usted, querido lector, no es de Sama de Langreo lo mismo no sabe quién era Jerónimo González Martínez. Yo tampoco lo sabía hasta hace unos días, cuando un magnífico notario de Madrid, Rodrigo Tena Arregui, me hizo saber de su historia.

Resulta que en 1923 Albert Einstein, en plena fama mundial después de la corroboración empírica de su teoría de la relatividad general, vino a dar unas conferencias en Madrid, invitado por ese gran físico Blas Cabrera, tan tristísimamente perdido por el absurdo exilio que se le impuso unos años más tarde. Al día siguiente de una de las charlas, Cabrera fue a recoger a Einstein a su hotel y le preguntó qué tal había pasado la noche. Su respuesta fue que fatal, que no había pegado ojo pensando en las interesantísimas preguntas que le había hecho monsieur Jerôme. Cabrera, sorprendido, intenta averiguar quién era este Jerôme, y al poco tiempo descubre, atónito, que no era otro que Jerónimo González y, encima, que resulta que don Jerónimo no era físico, sino letrado de la Dirección General de los Registros y del Notariado.

¿Qué nos enseña esta anécdota? Que Jerónimo González, que con el tiempo llegaría a ser un importantísimo jurista, no debió ser abogado. Si hubiese podido, probablemente hubiese preferido ser matemático o físico, pero no pudo. España hubiera perdido un gran letrado, pero quizá hubiese ganado nuestro primer Nobel de Física o nuestra primera medalla Fields de Matemáticas (seguimos a cero en ambas categorías). ¿Y por qué esta mala elección de carrera? Porque España, y más en concreto Asturias, no le dejó.

Jerónimo González nació en 1875 en Sama de Langreo. En aquella época, al menos que uno tuviese muchos medios, era difícil ir a la Universidad y aún más no ir a la más cercana, en este caso la de Oviedo. Pero, claro, en aquel entonces, aparte de Derecho, poco se podía hacer sin salir del Principado. Y aunque en nuestra Universidad asturiana pudo disfrutar de las enseñanzas de Leopoldo Alas o de Félix de Aramburu, lo más probable es que su potencial nunca llegase a desarrollarse al nivel que se hubiese desarrollado si Jerónimo hubiese tenido la fortuna de nacer alemán, inglés o francés. Una pena para España, una pena para Asturias y una pena para Jerónimo.

Saltemos al presente. ¿Podría volverse a dar un caso como el de Jerónimo González en el siglo XXI? Tristemente, sí. No quiero ser pesimista. Mejor que en 1875 estamos: España es una nación mucho más rica y que ofrece muchas más oportunidades a sus hijos que hace un siglo y medio, pero seguimos sin ser una nación que los permita realizarse como muchos merecerían.

Mi ejemplo favorito de este fracaso es la ausencia en España de universidades de primera fila mundial. Según el reconocido ranking de Shanghai, España no tiene ni una sola Universidad entre las doscientas mejores del mundo. Holanda tiene nueve. Con gusto les cambiaba a nuestros vecinos de los Países Bajos el gol de Iniesta por una sola de esas universidades. Sin universidades de primera fila jamás seremos un país que de verdad forme a nuestros estudiantes. Jerónimo hoy tendría que haberse ido fuera si quisiera hacer investigación de primera fila sin tener que pelearse con un sistema universitario burocratizado y que, salvo algunas brillantes excepciones (más fruto del esfuerzo quijotesco de unos cuantos que de otra cosa), no prima la excelencia.

Pero no es sólo la educación. De nada sirve formar a los españoles si luego las regulaciones absurdas en el mercado de trabajo y las barreras a la competencia que existen en nuestra sociedad les impiden trabajar en su campo y triunfar. Nada mas triste que ver a chavales de 25 años coger los bártulos y marchar al Reino Unido o a Suecia porque no les queda más remedio. Incluso si Jerónimo, que quizá hoy hubiese estudiado genética o alguna de las otras ciencias donde se producen los avances más espectaculares, hubiese llegado a la primera división mundial en su campo y decidido quedarse en España contra viento y marea, habría encontrado problemas mil para ganar una cátedra o para vencer las trabas a que su empresa de biotecnología se expandiese.

España no puede vivir así y tenemos que cambiar de manera radical. Sencillamente no nos podemos permitir que los Jerónimo González que nacen cada día en Madrid, en Zaragoza o Tenerife se pierdan. Mucho he escrito sobre el tema (incluido un libro entero, «Nada es gratis», que salió en noviembre). Por ello quiero centrarme ahora en el caso en Asturias, pues éste es más sangrante.

Somos una región cuyos días de gloria industrial han pasado y que nos hemos aferrado por demasiado tiempo al pasado. Nuestros dirigentes no han querido o no han podido cortar amarras y afrontar el siglo XXI. En vez de hablar de Universidad, de I+D, de crear campus empresariales como en Singapur, discuten cómo emplear los fondos mineros (en el mejor de los casos) o de lo mal que les cae el del partido de enfrente (en el peor). Hemos pasado de ser una de las regiones punteras de España a ser una zona en decadencia. Y por este camino no podemos seguir porque sólo lleva al barranco.

Hay que cambiar España y hay que cambiar Asturias y de una manera mucho más profunda y radical que quitar a uno para poner a otro. El primer paso es concienciarnos, como ciudadanos, de esta necesidad. El segundo, ponernos en ello.