El Rey entregó a Urdangarín al juez. El Monarca solicitó personalmente la imputación que acaba de sustanciarse a ritmo de adagio. El jefe del Estado despachó a su yerno en un discurso navideño de doce minutos. Coincide en duración con la escueta intervención de Gorbachev que disolvió la Unión Soviética. Ambos mandatarios finalizaron sus históricos parlamentos deseando felicidad a sus súbditos. Sin embargo, conviene recordar que el acusado tiene la última palabra. Urdangarín ha destapado la caja de Pandora, y ahora ha de decidir qué hacer con su contenido. No parece la persona más apropiada para jugar con el futuro de las instituciones.

Urdangarín ha abusado de una familia que conoce a la perfección. Ningún entorno familiar es irreprochable, pero el todavía duque de Palma ha ensuciado el suyo al nivel de los Ben Ali o de los Mubarak. El escenario cambia, al trasladar la acción desde los palacios y palacetes hasta el humilde despacho de un juez. Con un horizonte carcelario, las palabras del yerno del Rey pueden volverse contra sus allegados inviolables. Si involucra a sus próximos, el terremoto subirá de intensidad. Así se explicaría que la Reina haya fijado prácticamente su residencia en Washington. Hay que tranquilizar al aprovechado hombre de negocios. Si es necesario, se desafía a los contribuyentes desde la portada institucional de «¡Hola!».

No sólo padecerá la Familia Real. ¿Cuántas ONG funcionan ahora mismo al estilo Urdangarín, siempre con fondos públicos? Los repugnantes hechos imputados se remontan a casi una década atrás. En aquellos tiempos burbujeantes se recibía con benévolos silencios, cuando no con simpatía, la industriosidad de aquel espabilado hombre de negocios. El Ken de Barbie parecía un príncipe. O el Príncipe, porque nació el mismo año y alcanzó la misma estatura que Felipe de Borbón. La valiente investigación judicial desentraña los mecanismos de la codicia. Los historiadores deberán preguntarse lícitamente si el imputado albergaba otras opciones más políticas. Si se contemplaba como una figura capital en el futuro del país, a través del vínculo con Cristina de Borbón. O si su ambición se ceñía a la pasión recaudadora.

Urdangarín creyó que su rango le daba derecho. Claro que no se habla sólo de Urdangarín. Todos los titulares contienen -o evitan, otra forma de contener- las palabras Rey y derivados. La Zarzuela combatió la hemorragia con concesiones puntuales, vamos a entregar las cuentas. Ciega a su ceguera, cometió el mismo error que Zapatero, no calibrar la magnitud de la crisis. Se le demandaban explicaciones, pero le faltaba costumbre. Suerte del discurso navideño del Rey, donde pidió excusas hasta donde el ángulo de torsión del espinazo se lo permite. Falta abordar otro aspecto crucial: la devolución del dinero. Rememorando al fundador de la dinastía Clinton, «es la economía, estúpidos».

Qué pocos artículos se han escrito a favor de Urdangarín. A lo sumo -David Trueba, Rafael Spottorno-, se carga contra los periodistas. El jefe de la Casa del Rey asoció las informaciones «a un caso de injusticia casi puro». A partir de hoy, se ha quedado sin argumentos. Añadió: «Se mire como se mire, en este caso se ha producido un verdadero juicio popular al estilo de otras épocas y otros regímenes, sin respetar la inocencia de Urdangarín». Primo: Urdangarín tampoco respetó la inocencia de los españoles. Secundo: Un guardián de las esencias monárquicas debería ser singularmente cuidadoso al evocar «otras épocas y otros regímenes». Y al denigrar la palabra «popular». La corona es un injerto en la democracia, no al revés. Y conviene recordar que se asiste a un conflicto generado en el seno de la Familia, sin adherencias ni conflictos dinásticos. Un negocio a secas.

La Casa del Rey está desbordada. Quiere saber por qué se escribe tanto de Urdangarín. Porque sirve de ejemplo, la manoseada palabra que no sólo tiene valor positivo. El yerno del Rey ejemplifica el comportamiento de múltiples instituciones públicas y financieras. Por eso ha recibido un castigo ejemplar de la plebe, a falta de conocer el pronunciamiento judicial. Además, sus manejos se entienden a la perfección. Ha sido brutalmente simple. Su comportamiento incalificable cohesiona a la sociedad, aunque sea en su contra. De nuevo, el factor aunador de poderes simbólicos como la monarquía. Con todo, Spottorno debería recordar que la Familia Real es el único asunto en el que la opinión publicada exhibe más tacto que la opinión pública.

Algo ha cambiado. Se traduce en la escasa simpatía que ha cosechado Urdangarín entre los aduladores de oficio de la Casa del Rey. Tampoco ha despertado la solidaridad de las masas, el parapeto de la corona. En España se había discutido a menudo la pervivencia de la monarquía, en otros países. La deriva adquirió tal peligro que había que contrarrestar una figura irreparable, el abucheo -«popular», como diría Spottorno- a miembros de la Familia Real por culpa del yernísimo. Así le sucedió recientemente a Putin. Los pitidos en un combate deportivo han sembrado la semilla de un cambio en Rusia. Los jefes de Estado son depuestos a menudo por el influjo de sus familiares. La inconsciente María Antonieta desata las iras de la población, que considera a Luis XVI un pelele. El pueblo ama a sus reyes, pero a veces se da cuenta demasiado tarde. Así lo demuestran democracias decapitadas como Estados Unidos o Francia.

Debido a la circularidad de las paradojas, Urdangarín apodera a Rajoy. El verbo «apoderar» no se emplea en el sentido sobrio que le atribuye el juez cuando describe la actuación del hombre de negocios con fondos públicos. Nadie duda de que cobraba cantidades estratosféricas por sus vínculos, no por sus servicios. Al tomarse el poder por su mano, también podía redistribuirlo. A menos jefe de Estado, más presidente del Gobierno. En esta bicefalia con vasos comunicantes, cualquier cesión de protagonismo es asumido por la otra parte.

Urdangarín ha generado un retroceso en la Zarzuela, que aprovecha la Moncloa. Aumenta la capacidad de maniobra de la emperatriz Soraya y de su número dos, el ínclito Rajoy. Nadie acusará al presidente del Gobierno de amasar una especial ansia de poder. No perseguía la mayoría absoluta, sino la tranquilidad absoluta. Por contra, el Rey ha encontrado en Urdangarín a su lady Di. Ambos cuerpos extraños hicieron tambalear a sendas familias reales, con la coartada de sus ONG. El avispado Blair le ganó la mano a Isabel II con su expresión póstuma «la princesa del pueblo», Rajoy se limita a seguir callado. El primer ministro británico acumuló el poder absoluto, pero su reina ya le había recordado que «el afecto popular desaparece un día, de improviso». Sin duda, una capacidad premonitoria que sólo concede la historia.