Por la pasarela de personajes curiosos que pulularon hace cincuenta o sesenta años, aunque reducidos a un ámbito estricto, nos tropezamos con este hombre de gran estatura, aristócrata, diplomático, dramaturgo, gastrónomo y de brillantes y frecuentes ocurrencias. Hizo, casi siempre, cuanto le vino en gana, lo que no es poco en un país donde salvar la piel y la dignidad es un resultado meritorio. Su biografía está reflejada sucintamente en internet y hay varios estudios específicos, porque recordar a personajes muy válidos en los primeros puestos de la Segunda División no merece memoria histórica, y yo sólo puedo aportar la impresión del trato directo con aquel hombretón y su entorno.

Era hijo de un ingeniero inglés que vino a trabajar a España, y de María Ronré Palacios, hija del conde de Berlanga de Duero, título que pasó a nuestro personaje. Conocí a doña María, muy anciana, pero chispeante del ingenio que traspasó al heredero, en la residencia real de la Granja de San Ildefonso, donde tenía una casa, y fui invitado a tomar café en varias ocasiones. La localidad, cercana a Madrid, estuvo de moda por los años cincuenta, con los espléndidos jardines abiertos al público, para la poca gente que circulaba por el país de entonces.

Edgar estudia en el Colegio del Pilar, regido por los marianistas, que se repartían la escolarización privada con los maristas, los jesuitas, el Liceo Francés y el Colegio Alemán, si nos referimos a las clases altas y medias de la capital. Se hace abogado, porque en algo había que titularse, y luego cursa oposiciones al cuerpo diplomático.

Desde joven le tienta el gusanillo de la literatura y escribe, decantándose por la ironía y el humor. Esas afinidades le llevan a la amistad con escritores de parecida afición, como Mihura, Tono (su más viejo y constante amigo), López Rubio, Jardiel Poncela y otros.

De su estancia en Granada viene el conocimiento y trato con Lorca, Alberti, Altolaguirre, intelectuales catalogados en la izquierda. Tras desempeñar cargos en varias embajadas, le destinan a la de Washington, considerada, durante mucho tiempo, como una de las ciudades más aburridas del planeta. Visita Los Ángeles, al otro extremo del país, y queda fascinado por Hollywood, entre otras cosas porque allí están contratados algunos de sus conocidos como guionistas o adaptadores de películas al castellano, un gran mercado cinematográfico. Parece que llegó a tener muy cordial relación con Charles Chaplin, que perduró.

De aquel destino voluntario procede el mítico telegrama cuando, desde el Ministerio de Asuntos Exteriores, la denuncia de un colega hace que le llamen al orden para cubrir el puesto por el que cobraba del Estado. Es trasladado a un lejano lugar y su respuesta consistió en otro telegrama donde preguntaba dónde diablos estaba aquella ciudad. Fue expedientado y en éstas se precipita la llegada de la Guerra Civil, que le sorprende en Madrid, donde tuvo que acudir para arreglar su excedencia o despido y cubrir un puesto en las dependencias ministeriales. Tenía muchas papeletas -aristócrata, rico diplomático- para que le fusilaran las Brigadas del Amanecer, pandilla espectral de asesinos que ha desaparecido, sin dejar huella, de la memoria histórica. Pudo convencer a los jefes de Exteriores que sobrevivían para que le adscribieran a alguna de las comisiones que recorrían las cancillerías europeas en busca de ayudas y de armas para la República. Un conde disponía de poco futuro en aquella zona y se pasó a la nacional.

Como les había ocurrido a otros escritores y personalidades destacadas, como Víctor de la Serna, Manuel Aznar y otros, le detuvieron y hurgaron en su vida para encontrar rastros de masonería o izquierdismo, y fusilarlos, moda común en ambas zonas. Una máxima conocida en la «carrera» rezaba: «¿Quién es el masón? El que está delante de ti en el escalafón». El hijo de la laureada novelista Concha Espina, Víctor, se convirtió en redactor de algunos discursos de Franco y a él se deben, por su propio onomástico, las letras de su nombre que acompañaron al dictador adornando las tribunas donde aparecía. Con él se hizo una excepción en la posguerra: autorizarle el título de un periódico diario, «La Tarde», que no llegó a cuajar. Al quedarse sin aquel trabajo, el ministro José Antonio Girón -el que levantó las universidades laborales de Gijón y Córdoba- intercedió ante Franco, aduciendo que tan valioso colaborador tenía que vivir y sacar adelante a sus numerosos hijos con el sueldo pelado de inspector de Instrucción Pública de primera. El caudillo se agarró a esa rama: «¿Nada menos que de primera?». Aznar, abuelo de José María, ex presidente del Gobierno de España, tuvo sus dificultades; fue también arrestado y considerada la pena de muerte por su voluble pasado político, aunque salvó de milagro y amortizó la amnistía con una «Historia de la cruzada», que tiene muchas partes aprovechables para entender a esta nación. Luego Franco le hizo embajador en puestos de alguna importancia. Los militares, muchos de ellos vacunados contra la cultura, y la corte de crueles desaprensivos que rodea a los gobernantes absolutos no hubieran dudado un segundo sobre las vidas de aquellos en los que hubiera habido la más justificable sospecha.

En ese saco estaba también metido Edgar Neville, con la agravante, poco conocida de la mayoría, de estar separado de su esposa legítima -desde hacía varios años- y vivir con una actriz. Quiero subrayar que se trataba de otra chica de muy buena familia dedicada al teatro por vocación. La conocí, al margen de Edgar, pues había sido paciente de mi padre, médico, y alguna circunstancia me llevó a saludarla. Después la relación se estrechó. Recuerdo que cuando Edgar murió, en su casa, como se hacía antaño, el año 1967, a más de haber almorzado alguna vez con ellos, visité el velatorio, en el piso que habitaba solo; Conchita Montes lo hacía en otro en el mismo edificio, peaje de la hipocresía. Di el pésame, reiterado por carta, a ella, la verdadera viuda. Creo que tuvo su cuota de popularidad, pero debería ser por el «Damero maldito» que publicaba cada semana en «La Codorniz», porque no era lo buena actriz que se dice, a causa de algún defecto genético que entorpecía la dicción. Del resto de cualidades, gracia e ingenio, andaba sobrada.

Edgar, además de ser un buen conocedor de la gastronomía tenía un apetito voraz, traducido en una notable obesidad. El exceso de grasas o la causa que fuere dificultaba su respiración, jadeante y entrecortada, y se dormía en cualquier parte. Un grupo variable de amigos, que habitábamos las cercanías, nos reuníamos en el restaurante que Mayte, su propietaria, tenía en la plaza de la República Argentina. Mayte era una raquera santanderina menuda, guapa, simpática, emprendedora y muy lista. Llegó a Madrid adolescente y desempeñó varios oficios, entre otros de secretaria de algún gran abogado. Con buena mano para la cocina, que le había transmitido su madre, abrió una pequeña casa de comidas, hacia el final de la calle Príncipe de Vergara, y reunió a una buena clientela de hombres (las mujeres aún salían poco solas o por su cuenta), magistrados, diplomáticos, gestores de negocios, famosos doctores, la mayoría jubilados y con buen diente. Un menú corto y bien hecho propició la asiduidad de aquellos varones, viejos lujuriosos que se contentaban con ser servidos por una chica atractiva y siempre sonriente. Luego abrió el que estaba en los bajos del hotel Commodoro y allí recalábamos para tomar la última copa y por allí empezó a verse a gentes del teatro y toreros de tronío. Allí conocí, entrechocando las respectivas melopeas, a Jesús de Polanco, quien, años después, fue la única persona que me ayudó en la ruina. Mayte instituyó unos prestigiosos galardones taurinos que luego se ampliaron al teatro. Murió joven y llorada por cuantos la conocieron.

Edgar Neville era uno de los asiduos, pero al segundo whisky se quedaba roque. Los parroquianos abandonábamos el local, formándose cierta algarabía cerca de la puerta, y cuando su acompañante, Conchita o persona amiga, le sacudió los hombros con la advertencia «¡vamos, Edgar. Aquí no se puede dormir», contestó con sorna balbuceante: «Y que lo digas; con el ruido que armáis...».

Aquel hombre alto, antes delgado, guapo, políglota, divertido como un Oscar Wilde inagotable era, al tiempo, un trabajador infatigable. Escribió 19 libros, dirigió 30 películas y estrenó más de una docena de piezas teatrales, algunas, como «El baile» y «La vida en un hilo», grandes éxitos de la escena. Me sorprende el que los años de la dictadura -con sus insufribles inconvenientes y un cerril concepto de la cultura en sus mandos intermedios- sean siempre presentados como un tiempo lóbrego, siniestro, triste. Cierto es que las dictaduras procuran achatar la vida civil y poner, como coartada y justificación, el orden público. Cuando nos falta, cuando la inseguridad ciudadana, la insolencia de los estudiantes, el chantaje de los siempre domesticados sindicatos afloran, muchos echan en falta los increíbles tiempos en que uno podía dejar la puerta de su casa abierta y el coche en plena calle sin que le asaltaran o despojaran de ambos bienes. Pero eso es otra historia.

En el aspecto intelectual, Madrid siguió siendo el faro del país, con exposiciones de pintura, conciertos muchas veces gratuitos, presentación de libros, conferencias por doquier, hasta dar lugar a aquella definición de la época: «Es una ciudad donde, a las siete de la tarde, o das una conferencia o te la dan». Edgar Neville fue una de tantas farolas que alumbraban espacios inteligentes, como ocurría en muchos otros rincones de la capital. No se trataba de un genio, que pocos se dan en cada generación, pero enriquecía una reunión espontánea. Carezco de noticia de que en Buenos Aires, México, Santiago, incluso París, los exiliados llegaran a crear esos pequeños reductos, quizá porque el ambiente es siempre receloso con los forasteros. En el Olimpo de los recuerdos, en una esquina, la figura de Edgar Neville se yergue como una estatua prócer de alguien semiolvidado.